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El Pelafustán

9.7.17

La Novena














El Domo. | RESISTENCIA DESDE EL AIRE

La función del arte es hermanar a los hombres y mujeres en la alegría de la  libertad, como proponen, en este caso, el poema y la sinfonía que, en el Domo del Centenario de Resistencia, me hicieron sentir parte de un pueblo.  

José Luis Brés Palacio | DATAPUNTOCHACO

Aún conmovido, intento transferir en palabras la vivencia de la función de la Novena Sinfonía de Beethoven por parte de la Orquesta Sinfónica de Chaco y coros locales bajo la batuta del maestro holandés Frank Adams en el Domo del Centenario de Resistencia el 8 de julio.
En medio de la batalla cultural en la que se debate nuestra región, la oligarquía pretende mantener secuestrados para uso exclusivo bastiones de la cultura de la humanidad entera. Así, pretenden que baluartes de todas las artes sólo pueden ser presentados en salas en las que señores adustos y señoras enmantecadas con falsos buenos modales olfatean sus caros perfumes como perros en pulpería. Han logrado que se acepte como natural que el pueblo no tiene la capacidad de disfrutar, entre otros, de la Sinfonía Coral, inspirada en el poema An die Freude (Oda a la Alegría) de Friedrich Schiller. Falso. Falso. Y millones de veces, falso.
Tanto el poema de Schiller como la musicalización propuesta por el Gran Alemán, hablan de la alegría que hermana a la humanidad cuando la libertad y el progreso han llegado a todas y todos. Ésa es la alegría a la que cantaron el poeta y el compositor. ¡Alegría, hija del Elíseo!/ Tu hechizo vuelve a unir/ lo que el mundo había separado/ todos los hombres se vuelven hermanos/ allí donde se posa tu ala suave, rezan los versos de Schiller adaptados por Beethoven.
También es falso que al pueblo no le interesen las obras maestras de la cultura. Muy cerca de mí, había una pareja. Gente común, ellos. Pueblo, ellos. Tal vez, nunca sepa sus nombres. Pero, mientras el Domo vibraba con el segundo movimiento de la Sinfonía, “el infierno en llamas” como lo ha denominado la crítica (y mi preferido sin dudas), mi mirada se posó sobre ellos al ritmo de los duelos entre chelos y violines de ese movimiento que sacuden a la sala para luego estremecerla con la abrupta irrupción de los tambores y, finalmente, balancearla en el aire con cuerdas que nos hacen sentir literalmente volando. Y ellos, mis anónimos cómplices de ese momento de éxtasis por el arte, vibraban conmigo. O, mejor dicho, yo vibraba con ellos.
Es que ésa es la función del arte: hermanar a los hombres y mujeres en la alegría de la  libertad, como proponen, en este caso, el poema y la sinfonía que, esa noche, en el Domo del Centenario de Resistencia, me hicieron sentir parte de un pueblo.

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