La Novena
El Domo. | RESISTENCIA DESDE EL AIRE
▪ La función del arte es hermanar a los hombres y mujeres en la alegría de la libertad, como proponen, en este caso, el poema y la sinfonía que, en el Domo del Centenario de Resistencia, me hicieron sentir parte de un pueblo.
Aún conmovido, intento transferir en
palabras la vivencia de la función de la Novena
Sinfonía de Beethoven por parte de la Orquesta Sinfónica de Chaco y coros
locales bajo la batuta del maestro holandés Frank Adams en el Domo del
Centenario de Resistencia el 8 de julio.
En medio de la batalla cultural en la que
se debate nuestra región, la oligarquía pretende mantener secuestrados para uso
exclusivo bastiones de la cultura de la humanidad entera. Así, pretenden que
baluartes de todas las artes sólo pueden ser presentados en salas en las que
señores adustos y señoras enmantecadas con falsos buenos modales olfatean sus
caros perfumes como perros en pulpería. Han logrado que se acepte como natural
que el pueblo no tiene la capacidad de disfrutar, entre otros, de la Sinfonía Coral, inspirada en el poema An die
Freude (Oda a la Alegría) de Friedrich Schiller. Falso. Falso. Y millones
de veces, falso.
Tanto el poema de Schiller como la
musicalización propuesta por el Gran Alemán, hablan de la alegría que hermana a
la humanidad cuando la libertad y el progreso han llegado a todas y todos. Ésa
es la alegría a la que cantaron el poeta y el compositor. ¡Alegría, hija del Elíseo!/ Tu hechizo vuelve a unir/ lo que el mundo
había separado/ todos los hombres se vuelven hermanos/ allí donde se posa tu
ala suave, rezan los versos de Schiller adaptados por Beethoven.
También es falso que al pueblo no le
interesen las obras maestras de la cultura. Muy cerca de mí, había una pareja.
Gente común, ellos. Pueblo, ellos. Tal vez, nunca sepa sus nombres. Pero,
mientras el Domo vibraba con el segundo movimiento de la Sinfonía, “el infierno
en llamas” como lo ha denominado la crítica (y mi preferido sin dudas), mi
mirada se posó sobre ellos al ritmo de los duelos entre chelos y violines de
ese movimiento que sacuden a la sala para luego estremecerla con la abrupta
irrupción de los tambores y, finalmente, balancearla en el aire con cuerdas que
nos hacen sentir literalmente volando. Y ellos, mis anónimos cómplices de ese
momento de éxtasis por el arte, vibraban conmigo. O, mejor dicho, yo vibraba
con ellos.
Es que ésa es la función del arte: hermanar
a los hombres y mujeres en la alegría de la
libertad, como proponen, en este caso, el poema y la sinfonía que, esa
noche, en el Domo del Centenario de Resistencia, me hicieron sentir parte de un
pueblo.
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