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El Pelafustán

27.2.16

Un paraguas político a la represión





















Movilización de ATE, el 24 de febrero. | Télam.

▪ En medio de miles de despidos, el Ministerio de Seguridad presentó un procedimiento para restarle legitimidad social a las movilizaciones. Sin embargo, el objeto de la represión no serán las marchas masivas sino las pequeñas. Por qué el derecho a la protesta es el derecho a tener derechos.      

Esteban Rodríguez Alzueta | ANFIBIA

El protocolo que acaba de presentar el Ministerio de Seguridad, en el marco de la emergencia nacional en seguridad pública, es otra clara señal del giro reaccionario del autoritarismo simpático inaugurado por el macrismo. Una perspectiva que pone al orden público por encima del ejercicio de los derechos y carga a la cuenta de las policías todo el arco de la conflictividad social.
Dos características tiene este cambio de paradigma: la regulación a través del estado de excepción y el policiamiento de la seguridad. A través del estado de excepción se busca no solo poner los debates más allá del Parlamento, sino liberar a la fuerza de toda formalidad. Por eso la nueva perspectiva se completa con el aumento de las facultades policiales. Una actuación que, además de estar nuevamente dirigida por las propias policías, estará descontrolada por el Poder Judicial y habilitada por el poder político.
Más allá de que algunas provincias como Neuquén, La Rioja o Entre Ríos hayan resuelto no convalidarlo, el mensaje es claro. Como dijo la ministra Patricia Bullrich, “la decisión está, vuelve la seguridad”. 

La protesta como un problema de seguridad  

A través de esta nueva protocolización de la protesta, el macrismo quiere despolitizar la conflictividad y restarle legitimidad social. El truco es conocido: se buscará transformar los conflictos sociales en litigios judiciales. Para eso hay que volver a pensar las protestas con el Código Penal en la mano. En efecto, el protocolo es un impulso institucional al artículo 194, más conocido como “corte de ruta”, una figura, dicho sea de paso, que introdujo la dictadura militar de Juan Carlos Onganía después del Cordobazo. Se trata de uno de los tipos penales, junto a la coacción, más utilizados por los jueces durante los 90 para poner límites a la protesta y perseguir a los referentes de los movimientos sociales.
En esta oportunidad, el objetivo es doble: además de extorsionar a los manifestantes, mandando de paso guiños al electorado que supo reclutar el macrismo, busca darle un paraguas político a la represión. Con el protocolo no solo se habilitan a las policías a actuar más acá de la autorización judicial, sino que se amplían las facultades discrecionales.
Al revés de cualquier protocolo, el protocolo antipiquete habla más por lo que no dice que por aquello que está escrito. En efecto, el instrumento no dice nada sobre el uso de armas de fuego letal y no letal por parte de las fuerzas de seguridad en las manifestaciones, y tampoco sobre la obligatoriedad de que los agentes que intervengan en el operativo estén debidamente identificados y vestidos con su uniforme. Y como si fuera poco, además de estigmatizar a los referentes como líderes violentos, habilita el uso de la inteligencia política en contradicción con la ley de inteligencia que se sancionó el año pasado.
Pero esta vez, además, la represión se completa con la judicialización. Históricamente se trata de dos prácticas diferentes pero articuladas entre sí. Más allá de que el objetivo es el mismo (poner límites a la protesta social, extorsionar a los referentes), se trataba de instancias institucionales diferentes. En esta oportunidad, el Poder Ejecutivo interpelará a los funcionarios judiciales de dos maneras. Primero, enterándolos de que la policía va a intervenir de oficio para restaurar el orden, procurando que los manifestantes no obstruyan el tránsito. Segundo, habilitando a los funcionarios judiciales a armar causas a los responsables que pudieron identificarse. Esa identificación se logrará no solo a través de las tareas de inteligencia sino con el acta que el ministerio pretende firmar entre el funcionario político que intervenga y los referentes sociales. 

Extorsión a la protesta y represión focalizada 

El telón de fondo del nuevo protocolo es la necesaria transformación del Estado para la transferencia de recursos de los que menos tienen a los que más tienen. La persecución y estigmatización a la militancia; el ajuste y la eliminación de las direcciones del Estado que venían agregando una agenda cada vez más ampliada de derechos; la pérdida de la capacidad adquisitiva producto de la inflación y la eliminación de los subsidios a la energía; los despidos y la legitimación de la precarización laboral; la eliminación de las retenciones al campo y las mineras; la apertura de las importaciones y el endeudamiento con los capitales de riesgo, tendrán un costo social y político.
El Gobierno sabe además que no estamos en la década del 90, que conviene no dormirse en los laureles. Gran parte del tejido social se ha recompuesto, y el capital político acumulado por sus organizaciones durante la última década es algo que no se puede subestimar.
El gobierno acierta cuando cree que las reformas van a traer cola. Pero la conflictividad no será masiva, al menos por ahora. No hay que mirar la protesta social a través de la movilización de los estatales, que tienen la capacidad de convocar a grandes jornadas de lucha, pero su legitimidad está cuestionada o desprestigiada. En esta oportunidad se trata de una movilización que se da en una coyuntura muy particular: que la inflación no le gane a los sueldos. Ni si quiera buscan aumentar los salarios sino que estos no queden retrasados al encarecimiento de la vida cotidiana. Lo cual no es poca cosa. Pero el Gobierno intuye que las bases de aquellos gremios está muy repartida y sospecha además que sus dirigentes no pueden ir más allá de las expectativas de aquellas, caso contrario corren el riesgo de cortarse y quedar solos.
El Gobierno, entonces, apuesta a que la masificación de la protesta no será de un día para el otro. Más aún cuando el kirchnerismo está implosionando, y la oposición política está más preocupada por las internas partidarias y el reparto de la obra pública. Saben además que el sindicalismo tradicional claudicará en las próximas paritarias a cambio de que se conserven los puestos de trabajo, que está dispuesto, en fin, a tolerar el ajuste a cambio de que se financie la caja de las obras sociales. Eso no significa que no vaya a haber protestas. Pero estas van a ir estallando de a una, fábrica por fábrica, empresa por empresa. Lo dijo Prat-Gay apenas asumió: “Cada gremio sabrá dónde le ajusta el zapato”. Es decir, las protestas van a ir desarrollándose escalonadamente, nunca todas juntas. El objeto de la represión no será entonces la movilización masiva sino las pequeñas movilizaciones que tengan lugar, es decir, los 1.200 trabajadores de tal fábrica o los 500 operarios de esta otra, las movilizaciones o cortes que los estudiantes o sectores de la izquierda tradicional puedan realizar para protestar contra el protocolo anti-piquete o el ajuste en la universidad.
En esas circunstancias, cuando las comisiones de base desborden los diques de contención que disponen las burocracias sindicales, y las asambleas de trabajadores decidan salir a cortar una ruta o bloquear una autopista, le llegará el turno a la Gendarmería. Lo vimos en la represión a los trabajadores de Cresta Roja. El modelo, por ahora, es la represión focalizada.
Los despidos van a ir llegando de a poco, y la desocupación creará nuevas condiciones para profundizar la precarización con su consecuente pauperización. Pensamos que el lugar que tuvo el desocupado en la década del 90 es el lugar que tendrá posiblemente el precarizado en los próximos años. La precarización fue una contradicción en el kirchnerismo, pero será otro punto de apoyo del modelo de acumulación auspiciado por el macrismo. La organización y politización de este novedoso actor social demandará militancia, es decir, tiempo, compromiso, y mucha articulación. Para ese entonces, el macrismo tendrá entre sus manos un artefacto mejor que el artículo 194 del Código Penal: la Ley Antiterrorista, un instrumento que no fue introducido precisamente por el actual gobierno.  

Libertad de expresión y protesta social

Para terminar, conviene repasar algunos argumentos que las organizaciones de derechos humanos fueron elaborando para hacer frente tanto a la represión policial como a la criminalización y judicialización de la protesta social durante el ciclo de luchas anterior.
Recordemos que no hay democracia sin libertad de expresión. La libertad de expresión es el nervio de la democracia. Para debatir y decidir entre todos cómo queremos vivir todos, para practicar el desacuerdo y hacer visibles nuestros puntos de vista diferentes, tenemos que poder expresarnos libremente con todo lo que eso implica: desplazarnos, reunirnos, organizarnos e identificarnos libremente. La libertad de expresión de la que estamos hablando es una libertad colectiva, que necesita del activismo ciudadano, del compromiso cívico, de la solidaridad. Si los derechos se tienen cuando se los ejerce, la manera de garantizar su ejercicio será a través de la organización colectiva.
Ahora bien, no sólo se trata de peticionar a las autoridades sino de interpelar al resto de los ciudadanos. A través de la protesta un grupo o conjunto de grupos no sólo presentan sus demandas al funcionariado de turno sino que enteran al resto de la sociedad sobre las situaciones o decisiones gubernamentales que experimentan como problemáticas. Me explico: si yo estoy desocupado o el salario no me alcanza para sobrevivir, no es un “problema mío” sino de todos. Mi problema también es tu problema. No estamos en el siglo XIX y tampoco en una dictadura, de modo que los problemas son de todos, porque de lo que se trata en una democracia, dijimos recién, es imaginar soluciones creativas entre todos para vivir todos.
Uno de los clisés utilizados por el macrismo es que el derecho a la protesta no puede contradecir otros derechos, que “hay que cambiar la cultura de la protesta”. Que “los derechos de uno terminan donde comienzan los derechos del otro”. Que el derecho a la protesta no puede afectar el derecho a trabajar o a circular por la ciudad. Esto es una verdad a medias y sin sentido. “A medias”, porque parte de la base de que todos los ciudadanos tenemos la misma máscara, es decir, que nos encontramos en una situación de igualdad. No hay que confundir la igualdad formal con la igualdad real. Cuando eso sucede, corremos el riesgo de enfrentarnos para siempre y sacar conclusiones equivocadas. Por eso la vecinocracia, que sigue sus vidas a través delas bravatas de su periodista estrella, se la pasa repitiendo las frases que aprendió en la televisión: “La libertad de uno termina donde comienza la libertad del otro”, es decir, “zapateros a sus zapatos”. Tu problema no es mi problema, de modo que “fíjate vos cómo lo resolvés con las autoridades que para eso le pagamos un sueldo, pero no me molestes”.
Ahora bien, la libertad de expresión se lleva a cabo en situaciones de desigualdad. En una sociedad con una estructura social desigual, con las distorsiones que introduce continuamente el capitalismo, no todos tenemos las mismas capacidades expresivas, los mismos contactos, las mismas oportunidades para presentar nuestras demandas o de ser atendidos. Por eso repetimos: mi problema también tiene que ser tu problema.
Y es una frase “sin sentido” porque los manifestantes pueden decirles a los trabajadores o los peatones exactamente lo mismo: “Tu derecho a trabajar o circular por la calle no me deja ejercer mi derecho a expresarme libremente”. En una sociedad con una estructura social desigual los ciudadanos no son iguales ante la ley o algunos son más parecidos que otros. Entonces, aquellos actores que, por las circunstancias particulares en las que se encuentran, están en una posición desventajosa, deben ser sobreprotegidos, es decir, tienen más derechos y garantías que el resto de la sociedad para que puedan compartir sus problemas y presentar oportunamente sus demandas.  
Por otro lado, aquellas frases abrevan en un imaginario elitista que se quedó en el siglo XIX, cuando la democracia se acotaba a la república y organizaba a través de la lógica de la representación. Son sentidos comunes tributarios de la ideología liberal que intenta acotar la democracia al sufragio electoral. Se sabe: “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. Para ellos, el siglo XX nunca existió. Pero en una democracia participativa, amplificada con la movilización social, el debate parlamentario necesita de los debates cotidianos que tienen lugar en la verdulería de la esquina, el pasillo de la facultad, la puerta de la fábrica, arriba del taxi, en el colectivo o en la calle. Esos debates no siempre son cordiales, pueden resultar tensos. Si queremos que las discusiones sean creativas, los debates serán necesariamente abiertos, desinhibidos y vigorosos, a veces incluso, muy vigorosos. Después de un siglo de movilizaciones de todo tipo, aprendimos que los debates necesitan de la huelga pero también de los piquetes, los escraches, los cacerolazos, los bocinazos, los grafitis, las pegatinas, las rondas, las radios abiertas, los festivales públicos, la difusión por las distintas redes sociales, las movilizaciones, la ocupación de espacios públicos, etc. Un largo repertorio de luchas populares y ciudadanas enriquecieron a la democracia. A través de estas acciones colectivas la ciudadanía manifiesta su desconfianza y puede ejercer también formas de contralor. Para ponerlo con preguntas: ¿Qué pasa cuando determinados grupos no puede esperar a la próxima elección para presentar sus problemas? ¿Qué sucede cuando los partidos políticos no pueden, no saben o no quieren agregar los intereses contradictorios que tienen el pueblo o determinados sectores del pueblo? ¿Qué ocurre cuando las instituciones no canalizan los problemas de esos actores sociales? ¿Tienen que resignarse y aceptar con sufrimiento lo que en suerte les toco?
La respuesta a estas cuestiones hay que buscarla en la historia que nos tocó: cuando los actores no pueden esperar a las próximas elecciones para presentar su demanda, y su problema tampoco es repercutido por el periodismo o siendo tomado lo hace distorsionando su punto de vista, entonces la protesta social se presenta como la oportunidad para actualizar la libertad de expresión. A través de la protesta los manifestantes transforman los espacios públicos en cajas de resonancia. Hacer de la calle una tarima, un foro público, de la ciudadanía un coro que dé cuenta de la intensidad que se juega en cada conflicto es lo que aprendimos con el nombre de dignidad.
El derecho a la protesta es el derecho a tener derechos, el derecho que llama a los otros derechos. Si los ciudadanos no pueden protestar, difícilmente podrán ejercer los otros derechos que alguna vez conquistó también a través de la protesta social.

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