Un paraguas político a la represión
▪ En medio de miles de despidos, el Ministerio de Seguridad presentó un procedimiento para restarle legitimidad social a las movilizaciones. Sin embargo, el objeto de la represión no serán las marchas masivas sino las pequeñas. Por qué el derecho a la protesta es el derecho a tener derechos.
El protocolo que
acaba de presentar el Ministerio de Seguridad, en el marco de la emergencia
nacional en seguridad pública, es otra clara señal del giro reaccionario del
autoritarismo simpático inaugurado por el macrismo. Una perspectiva que pone al
orden público por encima del ejercicio de los derechos y carga a la cuenta de
las policías todo el arco de la conflictividad social.
Dos características
tiene este cambio de paradigma: la regulación a través del estado de excepción
y el policiamiento de la seguridad. A través del estado de excepción se busca
no solo poner los debates más allá del Parlamento, sino liberar a la fuerza de
toda formalidad. Por eso la nueva perspectiva se completa con el aumento de las
facultades policiales. Una actuación que, además de estar nuevamente dirigida
por las propias policías, estará descontrolada por el Poder Judicial y
habilitada por el poder político.
Más allá de que
algunas provincias como Neuquén, La Rioja o Entre Ríos hayan resuelto no
convalidarlo, el mensaje es claro. Como dijo la ministra Patricia Bullrich, “la
decisión está, vuelve la seguridad”.
La protesta como un
problema de seguridad
A través de esta
nueva protocolización de la protesta, el macrismo quiere despolitizar la
conflictividad y restarle legitimidad social. El truco es conocido: se buscará
transformar los conflictos sociales en litigios judiciales. Para eso hay que
volver a pensar las protestas con el Código Penal en la mano. En efecto, el
protocolo es un impulso institucional al artículo 194, más conocido como “corte
de ruta”, una figura, dicho sea de paso, que introdujo la dictadura militar de
Juan Carlos Onganía después del Cordobazo. Se trata de uno de los tipos
penales, junto a la coacción, más utilizados por los jueces durante los 90 para
poner límites a la protesta y perseguir a los referentes de los movimientos
sociales.
En esta
oportunidad, el objetivo es doble: además de extorsionar a los manifestantes,
mandando de paso guiños al electorado que supo reclutar el macrismo, busca
darle un paraguas político a la represión. Con el protocolo no solo se
habilitan a las policías a actuar más acá de la autorización judicial, sino que
se amplían las facultades discrecionales.
Al revés de cualquier
protocolo, el protocolo antipiquete habla más por lo que no dice que por
aquello que está escrito. En efecto, el instrumento no dice nada sobre el uso
de armas de fuego letal y no letal por parte de las fuerzas de seguridad en las
manifestaciones, y tampoco sobre la obligatoriedad de que los agentes que
intervengan en el operativo estén debidamente identificados y vestidos con su
uniforme. Y como si fuera poco, además de estigmatizar a los referentes como
líderes violentos, habilita el uso de la inteligencia política en contradicción
con la ley de inteligencia que se sancionó el año pasado.
Pero esta vez,
además, la represión se completa con la judicialización. Históricamente se
trata de dos prácticas diferentes pero articuladas entre sí. Más allá de que el
objetivo es el mismo (poner límites a la protesta social, extorsionar a los
referentes), se trataba de instancias institucionales diferentes. En esta
oportunidad, el Poder Ejecutivo interpelará a los funcionarios judiciales de
dos maneras. Primero, enterándolos de que la policía va a intervenir de oficio
para restaurar el orden, procurando que los manifestantes no obstruyan el
tránsito. Segundo, habilitando a los funcionarios judiciales a armar causas a
los responsables que pudieron identificarse. Esa identificación se logrará no solo
a través de las tareas de inteligencia sino con el acta que el ministerio
pretende firmar entre el funcionario político que intervenga y los referentes
sociales.
Extorsión a la
protesta y represión focalizada
El telón de fondo
del nuevo protocolo es la necesaria transformación del Estado para la
transferencia de recursos de los que menos tienen a los que más tienen. La
persecución y estigmatización a la militancia; el ajuste y la eliminación de
las direcciones del Estado que venían agregando una agenda cada vez más ampliada
de derechos; la pérdida de la capacidad adquisitiva producto de la inflación y
la eliminación de los subsidios a la energía; los despidos y la legitimación de
la precarización laboral; la eliminación de las retenciones al campo y las
mineras; la apertura de las importaciones y el endeudamiento con los capitales
de riesgo, tendrán un costo social y político.
El Gobierno sabe
además que no estamos en la década del 90, que conviene no dormirse en los
laureles. Gran parte del tejido social se ha recompuesto, y el capital político
acumulado por sus organizaciones durante la última década es algo que no se
puede subestimar.
El gobierno acierta
cuando cree que las reformas van a traer cola. Pero la conflictividad no será
masiva, al menos por ahora. No hay que mirar la protesta social a través de la
movilización de los estatales, que tienen la capacidad de convocar a grandes
jornadas de lucha, pero su legitimidad está cuestionada o desprestigiada. En
esta oportunidad se trata de una movilización que se da en una coyuntura muy
particular: que la inflación no le gane a los sueldos. Ni si quiera buscan
aumentar los salarios sino que estos no queden retrasados al encarecimiento de
la vida cotidiana. Lo cual no es poca cosa. Pero el Gobierno intuye que las
bases de aquellos gremios está muy repartida y sospecha además que
sus dirigentes no pueden ir más allá de las expectativas de aquellas, caso
contrario corren el riesgo de cortarse y quedar solos.
El Gobierno,
entonces, apuesta a que la masificación de la protesta no será de un día para
el otro. Más aún cuando el kirchnerismo está implosionando, y la oposición
política está más preocupada por las internas partidarias y el reparto de la
obra pública. Saben además que el sindicalismo tradicional claudicará en las próximas
paritarias a cambio de que se conserven los puestos de trabajo, que está
dispuesto, en fin, a tolerar el ajuste a cambio de que se financie la caja de
las obras sociales. Eso no significa que no vaya a haber protestas. Pero estas
van a ir estallando de a una, fábrica por fábrica, empresa por empresa. Lo dijo
Prat-Gay apenas asumió: “Cada gremio sabrá dónde le ajusta el
zapato”. Es decir, las protestas van a ir desarrollándose escalonadamente,
nunca todas juntas. El objeto de la represión no será entonces la movilización
masiva sino las pequeñas movilizaciones que tengan lugar, es decir, los 1.200
trabajadores de tal fábrica o los 500 operarios de esta otra, las
movilizaciones o cortes que los estudiantes o sectores de la izquierda
tradicional puedan realizar para protestar contra el protocolo anti-piquete o el
ajuste en la universidad.
En esas
circunstancias, cuando las comisiones de base desborden los diques de
contención que disponen las burocracias sindicales, y las asambleas de
trabajadores decidan salir a cortar una ruta o bloquear una autopista, le
llegará el turno a la Gendarmería. Lo vimos en la represión a los trabajadores
de Cresta Roja. El modelo, por ahora, es la represión focalizada.
Los despidos van a
ir llegando de a poco, y la desocupación creará nuevas condiciones para
profundizar la precarización con su consecuente pauperización. Pensamos que el
lugar que tuvo el desocupado en la década del 90 es el lugar que tendrá
posiblemente el precarizado en los próximos años. La precarización fue una
contradicción en el kirchnerismo, pero será otro punto de apoyo del modelo de
acumulación auspiciado por el macrismo. La organización y politización de este
novedoso actor social demandará militancia, es decir, tiempo, compromiso, y
mucha articulación. Para ese entonces, el macrismo tendrá entre sus manos un
artefacto mejor que el artículo 194 del Código Penal: la Ley Antiterrorista, un
instrumento que no fue introducido precisamente por el actual gobierno.
Libertad de
expresión y protesta social
Para terminar,
conviene repasar algunos argumentos que las organizaciones de derechos humanos
fueron elaborando para hacer frente tanto a la represión policial como a la
criminalización y judicialización de la protesta social durante el ciclo de
luchas anterior.
Recordemos que no
hay democracia sin libertad de expresión. La libertad de expresión es el nervio
de la democracia. Para debatir y decidir entre todos cómo queremos vivir todos,
para practicar el desacuerdo y hacer visibles nuestros puntos de vista
diferentes, tenemos que poder expresarnos libremente con todo lo que eso
implica: desplazarnos, reunirnos, organizarnos e identificarnos libremente. La
libertad de expresión de la que estamos hablando es una libertad colectiva, que
necesita del activismo ciudadano, del compromiso cívico, de la solidaridad. Si
los derechos se tienen cuando se los ejerce, la manera de garantizar su
ejercicio será a través de la organización colectiva.
Ahora bien, no sólo
se trata de peticionar a las autoridades sino de interpelar al resto de los
ciudadanos. A través de la protesta un grupo o conjunto de grupos no sólo
presentan sus demandas al funcionariado de turno sino que enteran al resto de
la sociedad sobre las situaciones o decisiones gubernamentales que experimentan
como problemáticas. Me explico: si yo estoy desocupado o el salario no me
alcanza para sobrevivir, no es un “problema mío” sino de todos. Mi problema
también es tu problema. No estamos en el siglo XIX y tampoco en una dictadura,
de modo que los problemas son de todos, porque de lo que se trata en una
democracia, dijimos recién, es imaginar soluciones creativas entre todos para
vivir todos.
Uno de los clisés
utilizados por el macrismo es que el derecho a la protesta no puede contradecir
otros derechos, que “hay que cambiar la cultura de la protesta”. Que “los
derechos de uno terminan donde comienzan los derechos del otro”. Que el derecho
a la protesta no puede afectar el derecho a trabajar o a circular por la
ciudad. Esto es una verdad a medias y sin sentido. “A medias”, porque parte de
la base de que todos los ciudadanos tenemos la misma máscara, es decir, que nos
encontramos en una situación de igualdad. No hay que confundir la igualdad
formal con la igualdad real. Cuando eso sucede, corremos el riesgo de
enfrentarnos para siempre y sacar conclusiones equivocadas. Por eso la
vecinocracia, que sigue sus vidas a través delas bravatas de su periodista
estrella, se la pasa repitiendo las frases que aprendió en la televisión: “La
libertad de uno termina donde comienza la libertad del otro”, es decir,
“zapateros a sus zapatos”. Tu problema no es mi problema, de modo que “fíjate
vos cómo lo resolvés con las autoridades que para eso le pagamos un sueldo,
pero no me molestes”.
Ahora bien, la
libertad de expresión se lleva a cabo en situaciones de desigualdad. En una
sociedad con una estructura social desigual, con las distorsiones que introduce
continuamente el capitalismo, no todos tenemos las mismas capacidades
expresivas, los mismos contactos, las mismas oportunidades para presentar
nuestras demandas o de ser atendidos. Por eso repetimos: mi problema también
tiene que ser tu problema.
Y es una frase “sin
sentido” porque los manifestantes pueden decirles a los trabajadores o los
peatones exactamente lo mismo: “Tu derecho a trabajar o circular por la calle
no me deja ejercer mi derecho a expresarme libremente”. En una sociedad con una
estructura social desigual los ciudadanos no son iguales ante la ley o algunos
son más parecidos que otros. Entonces, aquellos actores que, por las
circunstancias particulares en las que se encuentran, están en una posición
desventajosa, deben ser sobreprotegidos, es decir, tienen más derechos y
garantías que el resto de la sociedad para que puedan compartir sus problemas y
presentar oportunamente sus demandas.
Por otro lado,
aquellas frases abrevan en un imaginario elitista que se quedó en el siglo XIX,
cuando la democracia se acotaba a la república y organizaba a través de la
lógica de la representación. Son sentidos comunes tributarios de la ideología
liberal que intenta acotar la democracia al sufragio electoral. Se sabe: “el
pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. Para ellos,
el siglo XX nunca existió. Pero en una democracia participativa, amplificada
con la movilización social, el debate parlamentario necesita de los debates
cotidianos que tienen lugar en la verdulería de la esquina, el pasillo de la
facultad, la puerta de la fábrica, arriba del taxi, en el colectivo o en la
calle. Esos debates no siempre son cordiales, pueden resultar tensos. Si
queremos que las discusiones sean creativas, los debates serán necesariamente
abiertos, desinhibidos y vigorosos, a veces incluso, muy vigorosos. Después de
un siglo de movilizaciones de todo tipo, aprendimos que los debates necesitan
de la huelga pero también de los piquetes, los escraches, los cacerolazos, los
bocinazos, los grafitis, las pegatinas, las rondas, las radios abiertas, los
festivales públicos, la difusión por las distintas redes sociales, las movilizaciones,
la ocupación de espacios públicos, etc. Un largo repertorio de luchas populares
y ciudadanas enriquecieron a la democracia. A través de estas acciones
colectivas la ciudadanía manifiesta su desconfianza y puede ejercer también
formas de contralor. Para ponerlo con
preguntas: ¿Qué pasa cuando determinados grupos no puede esperar a la próxima
elección para presentar sus problemas? ¿Qué sucede cuando los partidos
políticos no pueden, no saben o no quieren agregar los intereses
contradictorios que tienen el pueblo o determinados sectores del pueblo? ¿Qué
ocurre cuando las instituciones no canalizan los problemas de esos actores
sociales? ¿Tienen que resignarse y aceptar con sufrimiento lo que en suerte les
toco?
La respuesta a
estas cuestiones hay que buscarla en la historia que nos tocó: cuando los
actores no pueden esperar a las próximas elecciones para presentar su demanda,
y su problema tampoco es repercutido por el periodismo o siendo tomado lo hace
distorsionando su punto de vista, entonces la protesta social se presenta como
la oportunidad para actualizar la libertad de expresión. A través de la
protesta los manifestantes transforman los espacios públicos en cajas de resonancia.
Hacer de la calle una tarima, un foro público, de la ciudadanía un coro que dé
cuenta de la intensidad que se juega en cada conflicto es lo que aprendimos con
el nombre de dignidad.
El derecho a la
protesta es el derecho a tener derechos, el derecho que llama a los otros
derechos. Si los ciudadanos no pueden protestar, difícilmente podrán ejercer
los otros derechos que alguna vez conquistó también a través de la protesta
social.
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