Albures
▪ El autor se vale de Memorias de un pueblo que no se va, del escritor correntino Marcelo López Marán, para relatar una catábasis.
Una particular experiencia sinestésica me
sucedió leyendo la novela Memorias de un
pueblo que no se va, del escritor
correntino Marcelo López Marán.
Tengo que hacer un trámite en el banco y,
como acostumbro en estos casos, llevo un libro para matar el tiempo. Llego a media
cuadra de fila que comienza en la puerta de acceso.
Felipe (el protagonista del texto de López
Marán) se debate en el capítulo Agua: de simulacros
que prefiero no recrear en un caótico paseo por las calles de Corrientes
que sufren (el personaje y las calles) una extraña metamorfosis.
Se abren las puertas de las oficinas y, de
pronto, todo se desordena. La fila se transforma en una turba vocinglera y
dinámica en demasía. Todo es confuso.
Mientras, Felipe camina por las calles de
Corrientes profundamente atribulado y confundido.
Igual, yo ahora en el lobi del banco.
Cuando por fin logro ser atendido, me informan que ese día sólo daban cien números
y, como correspondía, yo era el cliente 101.
Vuelvo a mi rutina como Felipe a su
incansable caminata. Él intentando encontrar la entrada al “Bazar”. Yo, en
busca de un trámite que ya parece difícil de lograr como el peregrinaje de
Felipe Marangoni.
Segunda jornada de mi periplo. Ya no soy el
101. Me tocó el 3.
A Felipe le toca tomar el colectivo 104.
A esta altura, mi cabeza comienza a
borronear paralelismos entre Felipe y yo.
Llega mi turno. Box 10. Gesto adusto el del
joven (un tanto obeso) que me atendería. A poco de comenzar a explicarle lo que
necesitaba, me espeta: “documento”. Su tono decididamente no era amable. Le
paso mi DNI. Teclea con cara de embole. Me arroja el documento sobre el
escritorio y, con un gesto entre socarrón y soberbio, me sisea: “papeles”. Le
alcanzo los papeles y ya con asco me dice: “falta la boleta de servicios,
vuelva mañana”. Fue tan despectivo y tajante que ni siquiera pude reaccionar al
evidente violento destrato. Sólo atiné a tomar mis cosas y salir como si
acabara de asaltar el banco sin que hayan sonado aún las alarmas.
¡Y pensar que, mientras esperaba que llegara
mi turno había visto a una de las empleadas que se me antojó que, si me tocaba
con ella, sería para mí como Luz para Felipe!
Al día siguiente, nueva fila a las puertas
de mi versión del Bazar de Felipe. Delante de mí, una señora muy afable me da
charla y, cuando le explico a qué iba por tercera vez al banco, me dice entre
sonrisas: “Ésta es la fila. Sí o sí va a entrar”.
Mientras, Felipe es bienvenido al Bazar por
una mujer morena. Así que, en mi cabeza, bautizo a mi ocasional pre-láter como
“Morena de Felipe”.
Se abren las puertas del banco. Esta vez,
soy el número 22. Ruego que no me toque el “mal-atendido”. Me llaman del box 5.
La historia del día anterior se repite con obstinada persistencia pero con un
maltratador diferente. “Falta el certificado de domicilio. Cuando lo tenga,
vuelva y saque turno de nuevo o regrese otro día”.
Felipe busca el baño con desesperación. Yo,
la comisaría más cercana.
Felipe sólo necesita mear. Yo, un trámite
sencillo que ya es decididamente una odisea.
Esperando en la comisaría, me entero de que
mi “Morena de Felipe” también está allí por el mismo pedido precedido por el
mismo maltrato.
Morena (la de Felipe) le insiste con que la
lleve a “las Tumbas”.
Mi “Morena de Felipe” y yo ya estamos en
una.
Con el certificado flameando como presea,
vuelvo al banco. Número 53. Ya no me caben dudas de que seré maltratado. Sólo
me falta dilucidar por quién. Box 6. Mujer.
Felipe se aferra a un “gordo héroe” para
que lo saque del laberinto en el que se transformó el Bazar.
Yo, de los aparentemente débiles hombros de
una esbelta señorita. Ya en el paroxismo de mi atribulada diligencia, sólo
tengo la esperanza de que no sea como los malolientes de los boxes 5 y 10.
Como Felipe, también logro mi cometido.
Salgo del banco sintiendo que Felipe me
acompañó en esta catábasis.
La literatura y la vida suelen cruzarse de
esta caprichosa y deliciosa manera.
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