Amor, odio y política
▪ El amor es político. El odio es el territorio de la antipolítica.
El amor es político. El odio es el
territorio de la antipolítica.
El kirchnerismo ama y, durante doce años,
invadía las calles para celebrar la conquista de algún nuevo derecho.
Durante ese mismo tiempo, en muchas menos
ocasiones y con asistencia casi insignificante, la oligarquía de las ciudades
grandes (nos resistimos a llamarlas grandes ciudades), secundadas por
obsecuentes clasemedieros que renegaban de las políticas que los volvieron a
insertar en el mapa social, salían a manifestar su odio. Su único recurso
discursivo: la furia. Su estética: la de una murga bienoliente de bufones y
mamarrachos deslucidos.
Durante la década ganada por el campo
nacional y popular, ha habido una construcción política pergeñada por los
medios monopólicos de comunicación: el odio. A pesar de ser un sentimiento
profundamente anti K, no es sólo eso. Es odio de clase dirigido a la esencia
misma de la política como práctica democrática. Es la siembra de la
antipolítica. No es otro el plan de la derecha que, aggiornada, arremete en nuestro continente con una edición
“mejorada” del Plan Cóndor: el lawfare
(combinación de los términos en inglés law
–ley, lo judicial-, y warfare
–guerra-).
Sin embargo, no se trata sólo de una
acometida del “partido judicial” sobre determinados referentes políticos. Va
mucho más allá. Es la avanzada de una asociación ilícita entre magistrados y
medios monopólicos de comunicación.
Los efectos de este plan son más que
evidentes: un inconsciente colectivo formateado a conveniencia del poder real
que antes se valía de golpes cívico-militar-eclesiásticos para manejar a su
antojo la vida institucional de nuestro país y que en el siglo XXI se concretó
en nuestro país con la llegada por el voto popular de un gobierno de ceos
manejados por los titiriteros del poder real: los monopolios.
Es fundamentalmente en las redes sociales
donde mejor se pueden apreciar los efectos de esta verdadera campaña
antidemocrática y profundamente antipopular. Entre ellos: la opinión sin
fundamentos, la doble moral, la imposición de la voz única, el enjuiciamiento y
linchamiento mediáticos, la lumpenización de las clases menos favorecidas y la
“estocolmización” de las conciencias.
Cuando alguien pide fundamentos de
aseveraciones del tipo “se robaron todo”, la respuesta es un silencio
atronador. No los tienen porque, entre otras razones, el que odia lo hace porque
no puede expresar viva voce lo que
ama: un Estado ausente, políticas represivas, economías esclavizantes y regresivas.
Es memorable la furia que desató en la
población lobotomizada la posible cuenta en el Shore Bank (antiguamente Felton
Bank) que “tendrían” (potencial utilizado por Daniel Santoro, perpetrador de la
operación mediática) Máximo Kirchner y Nilda Garré. La desmentida oficial del
gobierno de norteamericano poco los calmó. Sin embargo, ante las múltiples
cuentas offshore del presidente y de la mayoría de su gabinete la furia se
transforma en silencio. Incluso hay aún hoy quienes adhieren a la idea plantada
hábilmente por el jefe de ministros, Marcos Peña, que esas cuentas son legales
cuando claramente implican, en la más piadosa de las miradas, una cuantiosa
evasión al fisco.
La mafia periodístico-judicial intenta
imponer la voz única como política comunicacional. La mejor prueba es la
“limpieza” que realizaron en los medios televisivos. Sólo quedaron en el aire
las voces de los escribas sin dignidad ni patria que siguen apuntando con dedo
acusador la paja en el ojo ajeno cuando en el propio tienen más de una viga.
Para “matar” a un referente del campo
nacional y popular sólo basta que aparezca imputado en los medios periodísticos
del régimen. Los empleados de estos medios dilapidan su prestigio personal
erigiéndose en jueces apócrifos sin formación jurídica ni moral.
La crisis instalada en nuestro país por el
gobierno de Cambiemos está arrastrando a las clases menos favorecidas al abismo
de la miseria más absoluta. No se trata sólo de negarles recursos económicos.
No. Educación, vivienda, cultura, salud y diversión también les son negados
cada vez con mayor vileza e impunidad.
Por último, las políticas de la mafia
mediático-judicial muestran su mejor logro en la implantación en la conciencia
de nuestro pueblo del síndrome de Estocolmo, aquel trastorno psicológico que
padece una persona que ha sido secuestrada y que termina “enamorado” de sus
captores y verdugos.
Es innegable que el poder echó sobre la
vida de los menos favorecidos la condena social a la esclavitud, el delito y la
prostitución. El problema mayor es que son los mismos pobres los que terminan
asumiendo esa condena social como destino personal.
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