La vida de los otros
▪ Tecnoseguridad. Eso es lo que dice Sergio Massa que pide la gente. En Tigre hay una cámara cada 290 habitantes, pero el 47% de los hogares no tiene gas y el 83% no tiene cloacas. Una ciudad-Gran Hermano, donde vivir siendo visto es el precio a pagar por sentirse seguro.
Natalia Zuazo | ANFIBIA
—¿Vas acá, a las cámaras, no?
El taxista deja de silbar por un momento la zamba El arriero y se asegura de haber interpretado bien el destino. Llegando al Centro de Operaciones Tigre (COT), por la ruta provincial 24, asoma un clásico paisaje del conurbano bonaerense: a cada lado del camino la gente espera el colectivo, en fila, bajo el sol; otros, en bicicleta, hacen las compras en los negocios del barrio. En El Talar, la segunda localidad más poblada de Tigre, las calles del norte se mezclan con los arroyos que desprende el río Luján. Desde el sur, el río Reconquista recuerda que la seguridad de la ciudad siempre dependerá del humor de sus aguas submarinas. Nos acercamos a un edificio de 4.500 metros cuadrados, vidrios negros, marquesina roja y un felino (el logo de Tigre) que lo custodia desde el techo. Para los vecinos, el COT es “el lugar de las cámaras”. En la ruta del camino hay caballos, casas sin terminar, piletas Pelopincho en las puertas y chicos jugando con tachos de pintura convertidos en baldes de agua. El barrio está igual que hace 30 años. Pero, apenas cruzando el portón de la gran construcción, lo primero que se distingue en el COT es una camioneta hipertecnológica. Preparada para combatir y prevenir delitos, tiene pantallas de plasma, conexión satelital a internet, un mástil con una cámara domo y un dron preparado para actuar. En el mismo playón de acceso, antes de ingresar, un grupo de los 42 móviles de la policía local descansa de su turno. Están equipados con GPS, cámaras que filman hacia adelante y hacia atrás, hacia adentro y hacia afuera, y un sistema que graba lo que se dice en el vehículo. Cruzando el acceso, colmado de seguridad, pasamos los molinetes y llegamos a una segunda entrada. “Sólo personal autorizado”, dice el cartel de la puerta que conduce al espacio más grande: la sala de monitoreo. Allí, las 24 horas de los 365 días del año, 300 empleados miran, controlan y alertan sobre los movimientos que registran las 1.300 cámaras que custodian los 360 kilómetros cuadrados del partido. En la pared central, 18 monitores registran cada movimiento del municipio: los peatones que cruzan la avenida hacia el puerto fluvial 150, la gente que se baja en la última estación del tren Mitre, los grupitos de chicos en las esquinas, los novios que se besan tímidamente en los bancos de las plazas, las mamás que vuelven con sus hijos de la escuela en moto en los barrios más humildes.
A cada lado, los cien operadores del turno tarde miran sus pantallas. Adentro, un aire acondicionado glacial los mantiene despiertos en una tarde de calor. Del otro lado del vidrio, un patio poblado por plantas de hojas grandes y árboles recuerda que la naturaleza todavía existe, a pesar de su aislamiento, aunque adentro la luz de las imágenes que cambian varias veces por minuto sólo muestra un mundo artificial. Un continuado de alertas visuales y auditivas distrae la atención; pero el silencio humano gobierna. No se escucha ni un murmullo. Los operadores no hablan entre sí. No está permitido, excepto que los supervisores les pregunten por una imagen en particular.
La tarea requiere que permanezcan inmóviles, callados, como si estuvieran encadenados con grilletes al escritorio asignado. Solo deben abrir los ojos y estar atentos para detectar posibles problemas. Son voyeurs profesionales de la vida de los otros en el panóptico de esta ciudad del conurbano. Durante 40 minutos, la función de cada operador es mantener los sentidos atentos, detectar cualquier movimiento sospechoso o confirmar con la vista una denuncia que llegó por teléfono. Después, descansar 20 minutos en una sala de relax, con mesas de ping-pong y biblioteca, o salir al espacio verde, fuera del aire acondicionado y las luces de artificiales. En esa tregua, tienen permitido mirar sus celulares, recordar sus vidas hablando con sus novios, sus maridos, sus hijos. Cumplida la pausa, hay que volver al puesto. Así sucede durante toda la jornada laboral. Cuando vuelven a ingresar a la sala de monitoreo no pueden llevar ningún elemento electrónico con ellos: no hay celulares, ni reproductores de música ni cámaras. Nada que pueda registrar lo que allí sucede. Sus caras y sus cuerpos también están resguardados: todos visten chombas negras y unas gorras con viseras anchas. (…)
Una de las operadoras, una chica que no llega a los 30 años, se distingue del resto: está muy maquillada, con las uñas perfectas pintadas de azul, el pelo recogido en un peinado de verano con pequeñas hebillas de colores. Cuando la observo en su tarea, detrás de su silla, levanta un momento la vista y me saluda girando levemente su cara para que pueda encontrar su sonrisa. Al instante, vuelve a su monitor. Le devuelvo la sonrisa: sé que no la llegó a ver, pero que la distingue. Sus sentidos están acostumbrados a mirar por fuera de los límites de su cuerpo. Sabe que además de observar está siendo observada. Conoce las capas de una realidad que ya casi nunca es privada: ella mira, otros la miran, yo la miro a ella. Y seguramente desde algún lado alguien también me mira. Del otro lado de la sala, otro operador vuelve de su descanso. Mientras se ajusta la gorra del uniforme, acomoda su cuerpo enorme en la silla y deja en el escritorio una Coca-Cola recién abierta que será su compañía en su nuevo turno. Él no parece registrar otro mundo más allá de las fronteras de su cubículo. Aquí es un robot humano que permanece quieto hasta encontrar algo extraño en su monitor. Cuando concluyen sus turnos, los operadores dejan de ser quienes miran a sus vecinos desde la pantalla durante ocho horas y regresan a sus barrios. Allí se convierten otra vez en ciudadanos comunes, observados y controlados también por las cámaras. Tal vez, por deformación profesional, ya no piensen que sus vidas transcurren como antes: sin que nadie los mire. Quizás se olviden, en algún momento, de que están siendo observados. Pero seguramente ya intuyen que no son tan libres. El Centro de Operaciones Tigre, inaugurado en 2008, hoy también es la sede de la Secretaría de Protección Ciudadana del partido y donde se desempeñan también empleados de la Dirección de Tránsito y Transporte, Defensa Civil y de la Dirección de Derechos Humanos, que se encarga del control de las funciones de seguridad. En la estructura del ministerio, los 300 operadores de cámaras son el grupo más numeroso. Son quienes trabajan en el sector más visible, el de videovigilancia, el sistema implementado en 2008 cuando el entonces intendente Sergio Massa instaló los primeros ojos del monitoreo urbano. Hoy, siete años después, las cámaras ya son famosas. Son casi sinónimo de Tigre y se replican en otros municipios a través de la televisión que las muestra protagonistas de operativos varias veces por semana. También, son la imagen misma del futuro: para Massa, hoy candidato presidencial de la Argentina, la seguridad es el principal eje de campaña, e instalar cámaras, ahora en todo el país, una de las primeras medidas que su gobierno tomaría si llegara al poder.
—Cuando Sergio visita una villa, no le piden un plan social. Le piden que instale cámaras.
Santiago García Vázquez tiene 37 años y hace diez trabaja en el equipo de prensa de Sergio Massa. Es alto, habla fuerte y rápido: parece que en su mente las decisiones se toman al instante o que ya tiene todo tan pensado desde antes, que cuando actúa sólo está ejecutando un plan (…)
—A Sergio lo identifican con las cámaras de seguridad —me dice—. Las cámaras atrapan delincuentes. Por lo tanto, hacen justicia. Y Massa está preocupado por la seguridad. Es la primera vez que la seguridad se identifica como algo positivo. Por eso la gente lo ve y le pide cámaras. Y por eso pudo ganar un espacio de poder.
—¿No es peligroso “usar” la inseguridad para hacer campaña? —le pregunto.
—Yo tengo el desafío de instalar a Massa como presidente (…) Yo, desde hace siete años, tengo que lograr que dos veces por semana “las cámaras de seguridad de Tigre” salgan en los medios.
—Si el objetivo era ése, lo lograste. Las cámaras de Tigre están en todos lados.
—Claro que sí. Te digo más: nosotros hicimos que las cámaras sean protagonistas. “Las cámaras permitieron atrapar un delincuente”, “Las cámaras lograron tal cosa”, “Las cámaras tal, tal y tal”. Queríamos publicitar las cámaras y lo logramos. Al final, Tigre también redujo un 80% el robo de autos. Pero nos llevó siete años de trabajo.
—Una de las críticas a los sistemas de videovigilancia es que previenen el delito en un territorio, pero lo corrés a otro lugar. Se va al partido lindero, a San Fernando, por ejemplo.
—Está bien, pero ahí lo que Massa plantea es que él tiene una responsabilidad con los vecinos de Tigre que lo votaron a él. Él necesitaba que Tigre fuera seguro. Después, podrás trabajar con San Fernando para que tampoco estén allá. La idea es correr a los tipos. En definitiva, que no estén acá. Ahora que quiere gobernar el país, también lo plantea: una cámara cada mil habitantes. Sergio lo dijo siempre muy claro: cuantos más ojos tengamos, mejor. Cuanto más vigilado esté el territorio, mejor. —Entonces la solución a la inseguridad es llenar el país de cámaras. Hasta que los delincuentes se caigan al río, por ejemplo.
—Bueno, hay lanchas del COT en el río.
Santiago García Vázquez sonríe. Pero habla en serio. Repite lo que su jefe declara en los medios: “Argentina necesita una cámara cada mil habitantes. Cuantos más ojos vigilando tengamos, más seguros estaremos”. Para Massa, la seguridad se trata de introducir la tecnología a la vida de la gente. En su Argentina del futuro cada movimiento puede verse y atacarse.
Massa, de 43 años, no es el único político argentino ni del mundo que recurre a las cámaras como una solución eficiente contra la inseguridad. Pero sí fue el primero en presentarlas como el eje de su plan. Su país perfecto está vigilado con un “cerrojo digital” donde no pueden entrar los delincuentes, donde queden del lado de adentro los ciudadanos “de bien”. Si son delincuentes, no son ciudadanos. Tigre, el lugar que gobernó y donde hoy vive, es su ejemplo a copiar y extender al resto del país. Los 380 000 tigrenses ya son parte del experimento: conviven con una cámara cada 290 habitantes, un número que se incrementa año a año, y un modelo que se contagia a los distritos vecinos como San Fernando o Escobar, que también se van armando de tecnología. Es una ciudad-Gran Hermano, donde vivir siendo visto es el precio a pagar por sentirse seguro. Tal vez el éxito del famoso reality show que encierra a un grupo de jóvenes conscientes de ser filmados, que alcanzó popularidad en Argentina en 2001, en el año de una de las peores crisis del país, haya preparado culturalmente a la sociedad para la realidad que hoy aceptamos.
En el norte de Buenos Aires están algunas de las ciudades más vigiladas de la Argentina. También, las más fragmentadas: en Tigre hay un 60% de territorios ocupados por countries, barrios cerrados y complejos urbanos de altos ingresos. Allí vive sólo el 10% de la población de Tigre (y el propio Massa, que vive en el barrio cerrado Isla del Sol). El 90% de la gente vive en el 40% restante del municipio. El 91% de las viviendas cuenta con buenas condiciones de habitabilidad. Sin embargo, todavía hay un 47% de hogares sin gas y el 83% aún no tiene cloacas. Pero, según el candidato del Frente Renovador, lo que los vecinos reclaman es más seguridad. Por lo tanto, más tecnología.
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