¿De qué hablamos cuando hablamos de populismo?
Kirchner, Evo, Lula y Chávez, en mayo de 2008. | AP.
▪ El autor hace un recorrido cronológico sobre el término, arrancando en la Rusia de 1800 hasta el sentido positivo que le dio Laclau. En los medios se usa para desacreditar a ciertos gobiernos, como el de Argentina, Venezuela, Ecuador y Bolivia, y asociarlos con lo corrupto, autoritario, demagógico. ¿Existe realmente una “amenaza populista”?
Ezequiel Adamovsky | ANFIBIA
No hay día en que no leamos columnas en la prensa
norteamericana, europea o de América Latina que nos adviertan sobre alguna
amenaza “populista” en algún lado, de
Venezuela a Grecia, de España a Argentina. Incluso dentro de los Estados Unidos
se suele acusar a algunos políticos de ser “populistas”. Es como si fuera una
especie de plaga desconocida: está por todas partes y nadie puede explicar del
todo cómo se ha expandido tanto. ¿Pero qué quiere decir “populismo”? ¿Existe
realmente una “amenaza populista” que esté afectando a las democracias de todo
el planeta?
“Populismo” y el
adjetivo “populista” fueron términos académicos antes de transformarse en
expresiones de uso común. A su vez, como muchos otros conceptos académicos,
nacieron como parte de vocabularios políticos de algún país en concreto.
“Populismo” fue utilizado por primera vez hacia fines del siglo XIX para
describir un cierto tipo de movimientos políticos. El término apareció
inicialmente en Rusia en 1878 como Narodnichestvo, luego traducido como
“populismo” a otras lenguas europeas, para nombrar una fase del desarrollo del
movimiento socialista vernáculo. Como explicó el historiador Richard Pipes en
un estudio clásico, ese término se utilizó para describir la ola
antiintelectualista de la década de 1870 y la creencia según la cual los
militantes socialistas tenían que aprender del Pueblo, antes que pretender
erigirse en sus guías. Pocos años después los marxistas rusos comenzaron a
utilizarlo con un sentido diferente y peyorativo, para referirse a aquellos
socialistas locales que pensaban que los campesinos serían los principales
sujetos de la revolución y que las comunas y tradiciones rurales podrían
utilizarse para construir a partir de ellas la sociedad socialista del futuro.
Así, en Rusia y en el movimiento socialista internacional, “populismo” se
utilizó para designar un tipo de movimiento progresivo, que podía oponerse a
las clases altas, pero –a diferencia del marxismo– se identificaba con el
campesinado y era nacionalista.
Aparentemente sin conexión con el precedente ruso,
“populismo” surgió también como término político en los Estados Unidos luego de
1891, para referir al efímero People’s Party (Partido del Pueblo) que surgió
entonces, apoyado principalmente por los granjeros pobres, de ideas
progresistas y antielitistas. Tal como en Rusia, el término también refirió
allí a un movimiento rural y a una tendencia antiintelectualista; utilizado por
los oponentes del nuevo partido, también adquirió de inmediato una connotación
peyorativa. Como mostró Tim Houwen, “populismo” permaneció como un vocablo poco
utilizado hasta la década de 1950. Sólo entonces fue adoptado por la academia
–entre otros por el sociólogo Edward Shils– aunque con un sentido completamente
novedoso. En la formulación de Shils, “populismo” no refería a un tipo de
movimiento en particular, sino a una ideología que podía encontrarse tanto en
contextos urbanos como rurales y en sociedades de todo tipo. “Populismo”, para
Shils, designaba “una ideología de resentimiento contra un orden social
impuesto por alguna clase dirigente de antigua data, de la que supone que posee
el monopolio del poder, la propiedad, el abolengo o la cultura”. Como un
fenómeno de múltiples caras, tal “populismo” se manifestaba en una variedad de
formas: el bolchevismo en Rusia, el nazismo en Alemania, el macartismo en
Estados Unidos, etc. Movilizar los sentimientos irracionales de las masas para
ponerlas en contra de las élites: eso era el populismo. En otras palabras,
“populismo” pasó a ser el nombre para un conjunto de fenómenos que se apartaban
de la democracia liberal, cada uno a su modo.
En las décadas de 1960 y 1970 otros académicos retomaron
el término, en un sentido algo diferente, aunque conectado con el anterior. Lo
utilizaron para nombrar a un conjunto de movimientos reformistas del Tercer
Mundo, particularmente los latinoamericanos como el peronismo en Argentina, el varguismo
en Brasil y el cardenismo en México. A pesar de que algunos de estos académicos
valoraban positivamente la expansión de nuevos derechos para las clases bajas
que había venido de la mano de estos movimientos, su tipo de liderazgo era el
rasgo distintivo: era personal antes que institucional, emotivo antes que
racional, unanimista antes que pluralista. En este sentido, se medían con la
vara implícita de las democracias “normales” (es decir, liberales) del Primer
Mundo. En eso, estos trabajos se conectaban con los de los académicos como
Shils: implícitamente compartían una mirada normativa sobre cómo se suponía que
debían ser y lucir las verdaderas democracias.
Así, en el mundo académico el concepto de “populismo”
mutó de un uso más restringido que refería a los movimientos de campesinos o
granjeros, a un uso más amplio para designar un fenómeno ideológico y político
más o menos ubicuo. Para la década de 1970 “populismo” podía aludir a tal o
cual movimiento histórico en concreto, a un tipo de régimen político, a un
estilo de liderazgo o a una “ideología de resentimiento” que amenazaba por
todas partes a la democracia. En todos los casos, el término tenía una
connotación negativa.
Para complicar incluso más las cosas, el filósofo posmarxista
Ernesto Laclau propuso un sentido más para nuestro término, completamente
diferente a todos los anteriores. La influyente obra de Laclau planteó la
necesidad de reemplazar la noción de “lucha de clases”, entendida como una
oposición binaria fundamental que se generaba por la propia naturaleza de la
opresión de clases, por la idea de que en la sociedad existe una pluralidad de
antagonismos, tanto económicos como de otros órdenes. En tal escenario, no
puede darse por sentado que todas las demandas democráticas y populares van a
confluir como una opción unificada contra la ideología del bloque dominante. El
plano político tiene un papel fundamental a la hora de “articular” esa
diversidad de antagonismos. Y los discursos aquí son fundamentales, ya que son
ellos los que “articulan” las demandas diversas, produciendo un Pueblo en
oposición a la minoría de los privilegiados. Así entendido, el Pueblo es un
efecto de la apelación discursiva que lo convoca, antes que un sujeto político
preexistente. En esta visión política, la articulación de un Pueblo en
oposición al bloque dominante, es decir, el ordenamiento de una variedad de
demandas en una oposición binaria, es fundamental para la “radicalización de la
democracia” (una expresión que, para Laclau, tenía un sentido positivo). En uno
de sus últimos trabajos, Sobre la razón populista
(2005), Laclau utilizó el término “populista” para nombrar ese tipo particular
de apelaciones políticas que recortaban un Pueblo en oposición a las clases
dominantes. “El populismo comienza –escribió– allí donde los elementos
popular-democráticos son presentados como una opción antagonista contra la
ideología del bloque dominante”. Pero en verdad esa etiqueta no era
indispensable. Laclau podría haber llamado al estilo específico de apelación
política que le interesaba de otro modo, por ejemplo, “popular-democráticas” o
alguna otra variante, en lugar de “populistas”. Pero el hecho es que decidió
llamar a eso “populismo”, con lo cual, contrariamente a los académicos del
pasado, le otorgó a ese término un sentido positivo. En su filosofía, el
“populismo” era el nombre de la necesaria y esperada “radicalización de la
democracia”. Como consecuencia de la propuesta teórica de Laclau, por primera
vez algunos referentes e intelectuales de ciertos movimientos políticos (por
caso el kirchnerismo en Argentina y Podemos en España) comenzaron a llamarse
“populistas” a sí mismos, desafiando de ese modo el sentido común según el cual
ser “populista” era algo malo. Y a su vez, eso alimentó a los liberales,
dándoles más motivos para creer que existe una “amenaza populista” acechando la
ciudadela de la democracia.
El término “populismo” tenía entonces una dinámica
expansiva ya en sus usos académicos. Pero al volverse de uso común,
especialmente en las últimas dos décadas, se descontroló completamente. Casi
cualquier cosa puede ser llamada “populismo” en la prensa de hoy. “Populista”
se ha vuelto una especie de acusación banal que se lanza simplemente para
desacreditar a cualquier cosa o adversario, buscando asociarlo así con algo
ilegal, corrupto, autoritario, demagógico, vulgar o peligroso. Algunos
gobiernos latinoamericanos que en los últimos tiempos no se alinearon con
Estados Unidos o con el FMI son por supuesto los blancos preferidos. Venezuela,
Nicaragua, Argentina, Bolivia, Paraguay, Ecuador y Brasil son o han sido
atacados por la amenaza “populista” que proyectan sobre las democracias de la
región. Y uno pensaría que ya entendió a qué se refiere el término, pero
entonces comprueba que también Silvio Berlusconi –que no era ningún enemigo de
los norteamericanos y mucho menos de los grandes empresarios– era un
“populista”. ¿Y por qué? Para la revista The Economist, porque su gobierno se
apoyaba en lazos de “patronazgo y corrupción” o, como otro comentarista
argumentó, porque Berlusconi hablaba “en el lenguaje del hombre común de la
calle”. Según el New York Times, en Europa es “populista” cualquiera que quiera
poner límites a la migración interna o sea euroescéptico; con esos dos rasgos
ya alcanza para ganarse el mote. El líder italiano Beppe Grillo es por supuesto
un “populista” ya que critica al establishment político italiano. No importan
las ideas que uno tenga en cualquier otro asunto: si uno habla como la gente
común, si critica a Estados Unidos, si tiene problemas con el curso que está
tomando la Unión Europea o con su establishment político local, uno es un
“populista”. Y no importa si se trata de un izquierdista radicalizado o de
alguien de extrema derecha. En Grecia, según nos informan, Syriza es por
supuesto “populista”. Pero también lo son sus enemigos del movimiento neonazi
Amanecer Dorado. Las ideas de ambos grupos son totalmente opuestas en todas y
cada una de las maneras posibles, pero sin embargo ambos se las arreglan para
pertenecer a la misma familia política. Ambos son de “los populistas”.
(…)
En todos estos usos variados, “populismo” parece poco más
que un latiguillo que busca dar credibilidad conceptual a nociones más antiguas
y menos sofisticadas, como “demagogia”, “autoritarismo”, “nacionalismo” o
“vulgaridad”. Se utiliza con frecuencia simplemente para desacreditar ciertas
ideas o decisiones de política económica heterodoxas, asociando a las personas
o gobiernos que las llevan adelante a cosas desagradables, como el nazismo o la
xenofobia. Para decirlo en otras palabras, “populismo” es un término que mete
en una misma bolsa cosas que no pertenecen a un mismo conjunto y, al mismo
tiempo, crea barreras mentales que nos impiden comparar cosas que son
perfectamente comparables. ¿Por qué se agruparía bajo una misma etiqueta a los
gobiernos sudamericanos que están construyendo la Unasur y que en general
tienen leyes benignas para la inmigración, con los xenófobos y racistas de la
derecha euroescéptica? ¿Por qué aplicar impuestos a los ricos es “populismo” si
lo hace un gobierno latinoamericano, pero sólo una medida “socialdemócrata” si
lo hace Noruega? ¿Por qué las medidas económicas de Perón eran “populistas”
pero el New Deal de Roosevelt –en el que Perón se inspiró– era apenas “keynesiano”?
¿Así que la corrupción y el patronazgo son rasgos populistas? ¿Entonces por qué
en España lo son los muchachos de Podemos, pero no los corruptísimos del
Partido Popular? Suele asociarse a Argentina con Venezuela como dos formas
extremas de “populismo”. Pero en realidad, en términos de estilos políticos,
arreglos institucionales y políticas concretas, el gobierno kirchnerista se
parece más al del Frente Amplio uruguayo que al de Maduro. ¿Por qué entonces
rara vez se dice que Uruguay forma parte de la “amenaza populista”? No hay
motivo concreto, como no sea el hecho de que Uruguay continúa siendo un país
amigable para los norteamericanos.
(…)
En los debates actuales, “populismo” significa no mucho
más que ser amistoso con la clase baja
–sea en términos de políticas concretas o simplemente de manera discursiva– o
tomar medidas (o tener “estilos”) que desagradan a las élites políticas,
económicas o culturales. Porque,
supongamos por un momento que manifestar cercanía hacia la clase baja fuera
algo que se aparta de los ideales de las democracias “normales”, esto es, las
que supuestamente dejan que el “pluralismo” oriente una negociación cordial de
todos los intereses sociales, sin preferencia por ninguno. Y supongamos que tal
desviación fuera tan importante que requiriera todo un concepto para nombrarla:
no es “democracia” sino “populismo”. Aceptemos todo eso por un momento. ¿Cómo
es entonces que no hay un concepto, una taxonomía específica, para nombrar la
desviación opuesta, es decir, las ideas, actitudes, estilos o políticas que
manifiestan cercanía con las clases altas y producen desagrado a las clases
bajas? ¿Cómo es que tal apartamiento del ideal del pluralismo es simplemente
una de las variantes aceptables de la democracia y no reclama una etiqueta especial
que nos advierta sobre el peligro que implican? En la ausencia de respuesta a
esas preguntas, la pretensión normativa del concepto de “populismo” queda
perfectamente clara.
Lo que quiero decir, en resumidas cuentas, es que “el
populismo” no existe. No hay ninguna “amenaza populista” al acecho de nuestras
democracias. De hecho, no hay una sino varias amenazas que pesan sobre la vida
democrática. Y también existen varios modelos de democracia posibles.
“Populismo” nos hace creer que este escenario complejo de múltiples opciones y
diversos peligros en verdad es sencillo. Se trataría de un escenario dividido
en dos campos claramente distinguibles: por un lado la democracia liberal (la
única que merece ser llamada “democracia”) y por el otro la presencia fantasmal
de todo lo que no se corresponde con ese ideal y, por ello, debe rechazarse de
plano. En otras palabras, “populismo” nos invita a cerrar filas alrededor de la
democracia liberal (es decir, una democracia de alcances limitados tal como
gusta a los liberales) para combatir a un solo monstruo compuesto por todo lo
demás, en cuyo cuerpo indiscernible conviven neonazis, keynesianos, caudillos
latinoamericanos, socialistas, charlatanes, anticapitalistas, corruptos,
nacionalistas y cualquier otra cosa sospechosa. Y el problema es que esa forma
de razonamiento nos impide ver dos hechos fundamentales. Primero, que dentro de
esa masa de elementos “populistas” hay algunos que definitivamente son una
amenaza a la democracia, pero también ideas, experimentos políticos y
organizaciones que tienen el potencial de ofrecer formas mejores y más
sustantivas de democracia para las sociedades modernas. Y segundo, que el
propio liberalismo, con sus valores individualistas, su ethos productivista y
su compromiso irrestricto con los intereses de los empresarios es, de hecho,
una de las mayores amenazas que corroen las democracias actuales.
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