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El Pelafustán

6.4.18

Abusos y trata en el fútbol























No son solo los juveniles de Independiente y River. También hay casos de clubes del ascenso en La Pampa y Chaco. Les dicen que hablar, contar lo que padecen, pone en peligro sus planes de jugar en Primera. Pero hay psicólogos, chicos, padres y madres que rompen la lógica corporativa del silencio. 

Alejandro Wall | ANFIBIA

En el centro de la historia hay un licenciado en psicología, un hombre recibido en la Universidad de Buenos Aires que detectó cómo unos chicos cambiaban sus hábitos de consumo, la ropa que vestían, las salidas, el dinero que llevaban. Eran futbolistas juveniles, adolescentes que habían llegado del interior del país para jugar en las inferiores del club Independiente, la mayoría proveniente de hogares pobres, a miles de kilómetros de sus familias.
Ariel Ruiz, licenciado en psicología, observó esos comportamientos tan extraños a los que habitualmente veía. Y comenzó a indagar. En esa decisión, en ese momento preciso, comenzó a quebrarse el código de silencio del fútbol argentino, cuando uno de los jóvenes, de 14 años, le contó entre sollozos cómo lo obligaban a prostituirse, cómo les pasaba lo mismo a otros compañeros, cómo quien lo hacía era Joaquín V., un jugador mayor que ellos, pero no tanto, un joven de 19 años que vivía, también como ellos, lejos de su familia, en las habitaciones de Villa Domínico.
Está la valentía de la víctima, la de atravesar el horror ante el psicólogo, y está Ariel Ruiz, el psicólogo, con la información en su libreta, que decide contarle lo que sabe a los encargados del establecimiento, el coordinador de las divisiones inferiores, Fernando Berón, y el director de la pensión, Fernando Langenauer. La cadena para destapar una red de trata de menores en el fútbol argentino –que incluye no sólo a chicos que juegan en Independiente, sino que puede extenderse también a otros equipos de la zona sur del Gran Buenos Aires– queda activada. El club hace la denuncia. Es el otro paso para derribar el muro del silencio. Más allá de que los chicos se animaran a hablar, más allá de cómo avanzó Independiente, en el origen de todo está el psicólogo Ariel Ruiz, el héroe silencioso.
En la pensión de Independiente hay veinte habitaciones. Hay lugar para sesenta chicos, pero viven 53, entre 13 y 17 años. Son los jóvenes por los que apuesta el club a partir, en muchos casos, de un trabajo de scouting que se hace en todo el país, la misma captación que hacen otros clubes en cada provincia. Un plazo fijo de carne y hueso. No solo viven en el lugar, no solo se entrenan, también estudian. Una escuela de nivel secundario funciona en el complejo. Hay tres psicólogos –el grupo liderado por Ruiz– que trabajan junto a médicos, kinesiólogos y nutricionistas. En uno de los pasillos, gobierna la imagen de Ricardo Bochini, que muchos años atrás, cuando nada de esto existía, vivió en esa pensión. “Seguí mis pasos, quedá en la historia”, dice el mural.
Pero la mayoría de esos chicos no podrá seguir los pasos de Bochini. Porque lo más común no es llegar sino quedarse en el camino. Se calcula que sólo uno de cada cien chicos que comienza a jugar en Novena División –la más baja de las inferiores– alcanza la Primera. Un darwinismo de la pelota. El fútbol a veces es democratizador: en esa carrera de ascenso social, el status de jugador profesional lo pueden alcanzar chicos que llegan de los barrios más pobres, incluso con problemas de alimentación, por sobre otros con mayores ventajas económicas pero con menor talento para el juego o acaso menor predisposición a la adaptación. El sistema, sin embargo, genera una falsa idea de igualdad de oportunidades. Porque la igualdad de oportunidades es una farsa también en el fútbol. No todos tienen las mismas. Están los chicos que deben ir a la pensión y están los que pueden sostener el alquiler de un departamento gracias a sus familias. Están los que pudieron tener una nutrición acorde para sus huesos y músculos y una educación para sobrellevar los obstáculos. Y los que no tuvieron nada de eso. Están los que reciben el dinero de sus padres cada mes y los que sobreviven con lo que pueden. Están los que vuelven a casa y los que sufren el desarraigo. El desarraigo hace lo suyo. No sólo impone otra valla en la escalada, sino que además aumenta la presión. No llegar, para un chico que deja a su familia, es doblemente más doloroso de lo que puede ser para un pibe que pudo mantener su contexto de familia y amistades. Es cierto que en el fútbol el talento manda y el crack se impone, pero la suerte ayuda. Y el contexto social condiciona.
Por eso la investigación que lleva adelante la fiscal María Soledad Garibaldi –en la que por ahora hay siete víctimas y seis detenidos– determina que los chicos más vulnerables fueron aquellos que, además de estar lejos de sus familias, tenían problemas económicos. Cobraban un promedio de mil pesos por prostituirse, dependiendo lo que hicieran. Pero además de dinero podían conseguir viajes a sus ciudades, botines, ropa deportiva y otros regalos. También cargas en la SUBE. Eran llevados a departamentos de Palermo y San Isidro. Aprovechaban las salidas, autorizadas por los padres, que debían terminar a las 20. A esa hora, todos tenían que estar en Villa Domínico. Un encargado del club solía llevarlos hasta el shopping de Parque Avellaneda, donde funciona un WallMart. Para algunos podía ser el paseo, la distracción de la vida cotidiana en el complejo. Para otros, era la puerta de entrada a un infierno que no tenía nada que ver con la representación metafórica que simboliza al club donde juegan.

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Si al trabajo de Ruiz, el psicólogo, le siguió la confianza de los dirigentes del club, el caso que se destapó en River en las últimas horas podría actuar como la contracara, o como una muestra de que no siempre la cadena funciona. Según la denuncia que la médica Andrea P. realizó ante el fiscal José María Campagnoli a través de la ONG Ayuda a Víctimas de Violación, dos chicos de la pensión le contaron al psicólogo Rolando F. que mantenían sexo con una mujer trans a cambio de cobrarle un dinero. Y que se habían enterado que la chica era portadora de HIV. El psicólogo se lo contó a la médica, que a la vez le trasladó el asunto a sus superiores, que aunque primero tomaron la preocupación luego decidieron dejarla caer, no darle importancia. Sin más precisiones, los hechos habrían ocurrido entre 2004 y 2008. También aparece como víctima una jugadora juvenil de vóley.
“Por eso es importante tener un psicólogo dentro del equipo de trabajo de un plantel o, en este caso, de una estructura de juveniles. Pero su accionar depende del lugar que se le dé. El psicólogo puede tener la potencialidad de acceder, indagar, intervenir sobre la problemática, pero después tiene que haber una reacción institucional acorde”, dice el médico psicoanalista Marcelo Halfon, que trabajó en asuntos del fútbol.
Que episodios como los que ocurrieron en River surjan ahora es parte de un contexto, un efecto cascada. Aunque ambas causas no tengan conexión, están ligadas a partir de que una denuncia lleva a la otra. Como dice Luciana Peker, un embrionario #metoo del fútbol, que tiene sus lógicas propias. Además de las limitaciones económicas, los chicos sometidos cargaban con un mandato de hierro: convertirse en jugadores de fútbol. Esa fantasía, que no solo es propia sino también ajena, está en la base de la pirámide de estos casos. Hacer todo para sobrevivir a la selección natural del fútbol. Hablar, por el contrario, pone en peligro esos planes. Puede condenarlos a quedar marginados.

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“Yo no jugaré más al fútbol, pero te voy a denunciar”, escuchó el entrenador Héctor Patilla Kruber de uno de los chicos del club Mac Allister de La Pampa, fundado en 1998 por el exfutbolista y actual secretario de Deportes de la Nación, Carlos Mac Allister. En febrero de 2017, el equipo formado por chicos de entre 13 y 14 años había viajado a Médanos, al sur de la provincia de Buenos Aires, para jugar un torneo. Julieta, la madre de uno de ellos, recibió en uno de esos fines de semana un mensaje de WhatsApp de su hijo, el chico que resistió a Kruber, cuyo nombre se preserva: “Mamá, en el grupo de padres contá que el entrenador nos quería tocar el pito y que se las re mandó”. Los padres salieron en busca de los chicos, que les hablaron de invitaciones por parte de Kruber a dormir desnudos, masajes para una supuesta relajación y hasta propuestas para que le practiquen sexo oral.
Julieta esperó una semana para hacer la denuncia. Quería que el club actuara y que los padres se juntaran para accionar en conjunto. Se quedó sola. Al menos seis chicos habían asegurado ser víctimas del técnico. El presidente del club, Patricio Mac Allister, hermano de Carlos, separó a Kruber del equipo. En un audio que difundió El Diario de la Pampa, el dirigente les dice a los padres: “Estoy en el ambiente del fútbol, y esto pasa en todos lados. Aunque me duela. Las vi en cinco clubes estas situaciones. Esto no es un monstruo”. Las versiones sobre Kruber llevan veinte años en La Pampa. Del Club General Belgrano lo apartaron en 1995 por sospechas de abuso. Lo mismo ocurrió en 2015 cuando trabajaba en All Boys de Santa Rosa. “Patilla comenzó a pedirle que quería verlo con slip, porque él usaba bóxer, que se bañara y cambiara donde él pudiera observar. Bañarse en el club era tan exigente como entrenar. Tenía locura por ver a los chicos desnudos”, escribió el padre de un chico de All Boys en una carta que envió a El Diario de La Pampa después de leer sobre la última denuncia. “Me quiero solidarizar con esta mamá que tuvo el coraje de denunciarlo”, dijo.
El hijo de Julieta fue sometido a la Cámara Gesell en los tribunales de Bahía Blanca. La medida dio un resultado positivo. Se agregaron, además, testimonios de otros padres. Kruber quedó procesado en una causa caratulada por abuso simple y corrupción de menores, pero continúa en libertad. Nadie sabe dónde está.
“Todo esto duele, y más cuando la Justicia no actúa como en nuestro caso, que todo es más lento. Pero hay algo que me dijo la psicóloga de mi hijo que me hace caer las lágrimas: ‘Tu hijo es el ejemplo de resiliencia en su máxima expresión’”, cuenta Julieta.
Su hijo está a punto de irse a jugar al exterior. Pero los fantasmas se mantienen. Y los intentos de callarla. Julieta dice que entregó a la Justicia audios que recibió de Patricio Mac Allister, en los que le pide que mantenga silencio, que no difunda la situación. Julieta todavía batalla para ver preso a Kruber, pero no se queda atrás con el sueño de su hijo.
“Mi hijo ha hecho de su tragedia un motor para salir adelante, habló del tema para que a otro no le pase en ningún ámbito.  Mi hijo tiene bien claro que frente al abuso el niño no es culpable, que el enfermo es el abusador, y pasó un año y él ya hace tres meses que tiene el alta de su psicóloga”, dice Julieta.
Se puede hablar y seguir jugando.

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El entrenador inglés Barry Bennell fue condenado en febrero pasado a 31 años de cárcel por abusar de 12 chicos entre 1979 y 1991. Dirigía en la academia Crewe Alexandra, ligada al Manchester City. Bennell ya había sido encontrado culpable en otros 50 casos. “Mi vida se arruinó hasta los 43 años. ¿Pero cuántos otros hay? Estoy hablando de cientos de niños a los que Barry Bennell escogió para varios equipos de fútbol y ahora, como adultos, podrían estar viviendo con ese miedo terrible”, le dijo el exjugador Andy Woodward, una de las víctimas, al diario The Guardian.
Antes del Mundial 2014, en Brasil ya habían surgido decenas de casos de chicos futbolistas abusados. En los últimos años, las denuncias ante la Justicia llegan a un centenar. Pero la Confederación Brasileña de Fútbol no cumple el acuerdo firmado en el Congreso para adoptar diez medidas que protejan a los juveniles. “Aquí, a diferencia del caso argentino, en el que los psicólogos de Independiente denunciaron a los abusadores, los clubes brasileños sofocan las sospechas y los prejuicios inhiben las quejas. Recientemente, Rodrigo Caio (jugador del São Paulo) se convirtió en el hazmerreír por encabezar una campaña contra el abuso sexual”, tuiteó el periodista Breiller Pires, uno de los que más ha investigado estos casos. 
El fútbol argentino no sólo guardó el caso de Héctor Bambino Veira, el técnico condenado por intento de violación a un menor de 13 años, un entrenador luego convertido en personaje de anécdotas. No hay que irse tan lejos. Hace diez años, la periodista Verónica Brunati contó el caso de H.S., un juvenil de 15 años que vivía en la pensión de El Porvenir y que contó cómo el entrenador, identificado como Jorge E., les pegaba con un cinturón y los obligaba a untarles una crema en distintas partes del cuerpo. También se encerraba en una habitación con otros chicos, que luego salían llorando. El presidente de El Porvenir era Enrique Merelas, un hombre de confianza de Julio Grondona. “Toda la corporación del fútbol dio la espalda ante más de 20 chicos abusados por un psicópata socio de Merelas. Hasta Luis Ventura me llamó pidiéndome que frenara la investigación. Amenazas al chico, a la madre y a mí. El tribunal de Florencio Varela, Minoridad de Lanús, AFA, todos callaron. Los chicos fueron devueltos a sus casas en Chaco sin que nadie continuara con la investigación”, escribió Brunati en Facebook.

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Fue en agosto del año pasado que en Chaco, en el Juzgado Federal Nº 2 de Resistencia, cayó una denuncia sobre trata con el fútbol de trasfondo. Son esas noticias que no salen en la tapa de los diarios. Un grupo de cincuenta chicos del Club Molinos de Puerto Vilelas viajó a Buenos Aires para probarse en Banfield. Según les dijeron en Molinos, habían quedado catorce. Tenían que regresar a la provincia para luego hacer el segundo viaje y ya instalarse en una casa de La Matanza. Un dirigente de Molinos, identificado como H.B. y un pastor evangelista, al que se lo menciona como A.C.F., les prometieron un alojamiento con seguridad, cocina, camas y heladeras nuevas. Todos eran menores de edad. A los padres, les pidieron mil pesos para el alquiler y la comida. A.C.F. quedó como el responsable del grupo. Pero cuando llegaron al lugar, vivieron en una casa embarrada y con los cables sueltos, además de los teléfonos celulares incautados por A.C.F., que dormía con dos adolescentes, que a su vez debían vigilar al resto. Se iban a la cama temprano y se levantaban a las seis de la mañana, pero no hacían nada en todo el día, salvo una vez que decidieron poner baldosas en el piso para dejar de convivir con la mugre y otra vez en las que salieron a jugar a la pelota en una canchita de la zona.
Les habían prometido jugar en Banfield, pero nunca fueron a Banfield. Una noche, después de que un pibe terminó bajándole los pantalones a otro en broma, A.C.F. le mostró la pija a uno de ellos en el baño. Y otra vez lo escucharon hablar de alturas. “Tengo a tres de 1,70 y a otro de 1,80”, decía al teléfono. Hombres desconocidos entraban y salían de la casa. Mientras esperaban la oportunidad en Banfield, A.C.F., que les contaba su historia de adicto recuperado y de pasado chorro, les hacía promesas. “Confíen en Dios”, les decía. Ya llegaría el día. Pero el día nunca llegaba. Una vecina que vio los movimientos de la casa les ofreció llamar a la policía. Pero fue recién cuando apareció el pariente de uno de los chicos que pudieron escapar a otra casa, hasta que se volvieron al Chaco y denunciaron lo que había sucedido.
Sus padres tuvieron que pagar los boletos para la vuelta. Y ellos cargaron con la culpa por haberlos metido en ese esfuerzo. La culpa de que el sacrificio hubiera sido en vano. Dieron esa explicación cuando en la declaración testimonial les preguntaron por qué no se fueron antes, por qué no dejaron la casa. Tenían la esperanza de que todo se fuera solucionando, de que pudieran cumplir con la llegada al paraíso, jugar en un club de Primera. La causa todavía se tramita en el Chaco. Y es uno de ejemplos ocultos de cómo el deseo de ser futbolista actúa como alimento para las redes de trata. La idea de que todo vale. O como pensó uno de ellos: “Messi, Ronaldo, todos pasaron por cosas malas, así que vamos a seguir intentando”. H.B., el organizador del viaje, sigue entrenando juveniles en el Chaco.

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Después de que el Exocet de Independiente se lanzara sobre el fútbol argentino, se encendieron las alertas en otras pensiones, sobre todo en las de clubes del sur del conurbano. Se ajustaron controles y se peinaron las redes sociales de los chicos. A un juvenil de un club de la zona sur que aún no está en la investigación le detectaron amistad en Facebook con Martín Bustos, el árbitro detenido. No habían tenido contacto hasta ese momento, pero lo eliminaron de los contactos. Lo que vieron, como lo vieron también los investigadores en la maraña de documentos, videos, pendrives, teléfonos y CD, es que el perfil de Bustos estaba repleto de futbolistas juveniles.
En un club, en el que piden el anonimato, cuentan que los chicos utilizan pulseras como las que se usan en los hoteles all inclusive. Sólo quienes las tengan en la muñeca pueden entrar y salir. Pero además tienen que registrar adónde van. “Podemos saber lo que hizo un jugador hace tres años, al menos lo que nos dijo”, explican. Pero siempre hay margen para el riesgo. “Los padres nos tenían que autorizar las salidas”, se ataja un dirigente de Independiente.
La pensión del club tuvo un cambio abrupto después del partido despedida de Gabriel Milito, en octubre de 2015, cuando decidió destinar lo recaudado al complejo de Villa Domínico. Hasta entonces, la pensión tenía dos bloques para dieciséis chicos cada uno. Con la llegada de Hugo Moyano al club, Sergio Kun Agüero se sumó a la donación. Su papá, Leonel Del Castillo, era vocal de la nueva comisión directiva. Una placa del 6 de agosto de 2015 marca la reinauguración de la pensión. Es, en realidad, un reconocimiento al presidente del fútbol amateur, Pablo Moyano. “Por su valioso aporte y apoyo incondicional”, dice. Pablo manejó también el fútbol amateur en los tiempos de Julio Comparada como presidente. Se alejó con la llegada de Javier Cantero. Hasta que su padre ganó las elecciones y volvió al fútbol juvenil. En el club ya estaba el psicólogo Ariel Ruiz.
Aunque no hay un protocolo del fútbol escrito para estos casos, Ruíz se ajustó a lo que dice el Código de Ética de la Federación de Psicólogos de la República Argentina sobre los límites del secreto profesional. En uno de los incisos, se establece que un psicólogo puede comunicar la información obtenida “cuando se trate de evitar la comisión de un delito o prevenir los daños que pudieran derivar del mismo”. O cuando el propio consultante lo autorice. “En todos los incisos mencionados –aclara– la información que se comunique debe ser la estrictamente necesaria, procurando que sea recibida por personas competentes y capaces de preservar la confidencialidad dentro de límites deseables”.
Ajustándose a esos parámetros, Ruiz dejó una lección a futuro para los que intentan convertir estos casos en un show de comidas televisadas. Puede resultar una paradoja, pero Ruiz trabajó en silencio: preservó a las víctimas y, de esa manera, accionó el mecanismo para que los gritos se escuchen. Y no solo los gritos de Independiente. Lo demás es convertir la causa en otro Caso Cóppola, una suelta de aullidos, piñas al aire, acusaciones mediáticas y circo, mucho circo. En ese ruido puede haber algo de verdad. Pero el ruido también produce silencio. Esa coppolización, más que allanar el camino, lo traba. Nos deja envueltos en el humo de la pantalla. Es lo que menos se necesita a esta hora. Es lo que menos necesitan las víctimas.

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