Abusos y trata en el fútbol
▪ No son solo los juveniles de Independiente y River. También hay casos de clubes del ascenso en La Pampa y Chaco. Les dicen que hablar, contar lo que padecen, pone en peligro sus planes de jugar en Primera. Pero hay psicólogos, chicos, padres y madres que rompen la lógica corporativa del silencio.
En el centro de la historia hay un
licenciado en psicología, un hombre recibido en la Universidad de Buenos Aires
que detectó cómo unos chicos cambiaban sus hábitos de consumo, la ropa que
vestían, las salidas, el dinero que llevaban. Eran futbolistas juveniles,
adolescentes que habían llegado del interior del país para jugar en las
inferiores del club Independiente, la mayoría proveniente de hogares pobres, a
miles de kilómetros de sus familias.
Ariel Ruiz, licenciado en psicología,
observó esos comportamientos tan extraños a los que habitualmente veía. Y
comenzó a indagar. En esa decisión, en ese momento preciso, comenzó a quebrarse
el código de silencio del fútbol argentino, cuando uno de los jóvenes, de 14
años, le contó entre sollozos cómo lo obligaban a prostituirse, cómo les pasaba
lo mismo a otros compañeros, cómo quien lo hacía era Joaquín V., un jugador
mayor que ellos, pero no tanto, un joven de 19 años que vivía, también como
ellos, lejos de su familia, en las habitaciones de Villa Domínico.
Está la valentía de la víctima, la de
atravesar el horror ante el psicólogo, y está Ariel Ruiz, el psicólogo, con la
información en su libreta, que decide contarle lo que sabe a los encargados del
establecimiento, el coordinador de las divisiones inferiores, Fernando Berón, y
el director de la pensión, Fernando Langenauer. La cadena para destapar una red
de trata de menores en el fútbol argentino –que incluye no sólo a chicos que
juegan en Independiente, sino que puede extenderse también a otros equipos de
la zona sur del Gran Buenos Aires– queda activada. El club hace la denuncia. Es
el otro paso para derribar el muro del silencio. Más allá de que los chicos se
animaran a hablar, más allá de cómo avanzó Independiente, en el origen de todo
está el psicólogo Ariel Ruiz, el héroe silencioso.
En la pensión de Independiente hay veinte
habitaciones. Hay lugar para sesenta chicos, pero viven 53, entre 13 y 17 años.
Son los jóvenes por los que apuesta el club a partir, en muchos casos, de un
trabajo de scouting que se hace en todo el país, la misma captación que hacen
otros clubes en cada provincia. Un plazo fijo de carne y hueso. No solo viven
en el lugar, no solo se entrenan, también estudian. Una escuela de nivel
secundario funciona en el complejo. Hay tres psicólogos –el grupo liderado por
Ruiz– que trabajan junto a médicos, kinesiólogos y nutricionistas. En uno de
los pasillos, gobierna la imagen de Ricardo Bochini, que muchos años atrás,
cuando nada de esto existía, vivió en esa pensión. “Seguí mis pasos, quedá en
la historia”, dice el mural.
Pero la mayoría de esos chicos no podrá
seguir los pasos de Bochini. Porque lo más común no es llegar sino quedarse en
el camino. Se calcula que sólo uno de cada cien chicos que comienza a jugar en
Novena División –la más baja de las inferiores– alcanza la Primera. Un
darwinismo de la pelota. El fútbol a veces es democratizador: en esa carrera de
ascenso social, el status de jugador profesional lo pueden alcanzar chicos que
llegan de los barrios más pobres, incluso con problemas de alimentación, por
sobre otros con mayores ventajas económicas pero con menor talento para el
juego o acaso menor predisposición a la adaptación. El sistema, sin embargo,
genera una falsa idea de igualdad de oportunidades. Porque la igualdad de
oportunidades es una farsa también en el fútbol. No todos tienen las mismas.
Están los chicos que deben ir a la pensión y están los que pueden sostener el
alquiler de un departamento gracias a sus familias. Están los que pudieron
tener una nutrición acorde para sus huesos y músculos y una educación para
sobrellevar los obstáculos. Y los que no tuvieron nada de eso. Están los que
reciben el dinero de sus padres cada mes y los que sobreviven con lo que
pueden. Están los que vuelven a casa y los que sufren el desarraigo. El
desarraigo hace lo suyo. No sólo impone otra valla en la escalada, sino que
además aumenta la presión. No llegar, para un chico que deja a su familia, es
doblemente más doloroso de lo que puede ser para un pibe que pudo mantener su
contexto de familia y amistades. Es cierto que en el fútbol el talento manda y
el crack se impone, pero la suerte ayuda. Y el contexto social condiciona.
Por eso la investigación que lleva adelante
la fiscal María Soledad Garibaldi –en la que por ahora hay siete víctimas y
seis detenidos– determina que los chicos más vulnerables fueron aquellos que,
además de estar lejos de sus familias, tenían problemas económicos. Cobraban un
promedio de mil pesos por prostituirse, dependiendo lo que hicieran. Pero
además de dinero podían conseguir viajes a sus ciudades, botines, ropa
deportiva y otros regalos. También cargas en la SUBE. Eran llevados a
departamentos de Palermo y San Isidro. Aprovechaban las salidas, autorizadas
por los padres, que debían terminar a las 20. A esa hora, todos tenían que estar
en Villa Domínico. Un encargado del club solía llevarlos hasta el shopping de
Parque Avellaneda, donde funciona un WallMart. Para algunos podía ser el paseo,
la distracción de la vida cotidiana en el complejo. Para otros, era la puerta
de entrada a un infierno que no tenía nada que ver con la representación
metafórica que simboliza al club donde juegan.
***
Si al trabajo de Ruiz, el psicólogo, le
siguió la confianza de los dirigentes del club, el caso que se destapó en River
en las últimas horas podría actuar como la contracara, o como una muestra de
que no siempre la cadena funciona. Según la denuncia que la médica Andrea P.
realizó ante el fiscal José María Campagnoli a través de la ONG Ayuda a
Víctimas de Violación, dos chicos de la pensión le contaron al psicólogo
Rolando F. que mantenían sexo con una mujer trans a cambio de cobrarle un
dinero. Y que se habían enterado que la chica era portadora de HIV. El
psicólogo se lo contó a la médica, que a la vez le trasladó el asunto a sus
superiores, que aunque primero tomaron la preocupación luego decidieron dejarla
caer, no darle importancia. Sin más precisiones, los hechos habrían ocurrido
entre 2004 y 2008. También aparece como víctima una jugadora juvenil de vóley.
“Por eso es importante tener un psicólogo
dentro del equipo de trabajo de un plantel o, en este caso, de una estructura
de juveniles. Pero su accionar depende del lugar que se le dé. El psicólogo
puede tener la potencialidad de acceder, indagar, intervenir sobre la
problemática, pero después tiene que haber una reacción institucional acorde”, dice
el médico psicoanalista Marcelo Halfon, que trabajó en asuntos del fútbol.
Que episodios como los que ocurrieron en
River surjan ahora es parte de un contexto, un efecto cascada. Aunque ambas
causas no tengan conexión, están ligadas a partir de que una denuncia lleva a
la otra. Como dice Luciana Peker, un embrionario #metoo del fútbol, que tiene
sus lógicas propias. Además de las limitaciones económicas, los chicos sometidos
cargaban con un mandato de hierro: convertirse en jugadores de fútbol. Esa
fantasía, que no solo es propia sino también ajena, está en la base de la
pirámide de estos casos. Hacer todo para sobrevivir a la selección natural del
fútbol. Hablar, por el contrario, pone en peligro esos planes. Puede
condenarlos a quedar marginados.
***
“Yo no jugaré más al fútbol, pero te voy a
denunciar”, escuchó el entrenador Héctor Patilla Kruber de uno de los chicos
del club Mac Allister de La Pampa, fundado en 1998 por el exfutbolista y actual
secretario de Deportes de la Nación, Carlos Mac Allister. En febrero de 2017,
el equipo formado por chicos de entre 13 y 14 años había viajado a Médanos, al
sur de la provincia de Buenos Aires, para jugar un torneo. Julieta, la madre de
uno de ellos, recibió en uno de esos fines de semana un mensaje de WhatsApp de
su hijo, el chico que resistió a Kruber, cuyo nombre se preserva: “Mamá, en el
grupo de padres contá que el entrenador nos quería tocar el pito y que se las
re mandó”. Los padres salieron en busca de los chicos, que les hablaron de
invitaciones por parte de Kruber a dormir desnudos, masajes para una supuesta
relajación y hasta propuestas para que le practiquen sexo oral.
Julieta esperó una semana para hacer la denuncia.
Quería que el club actuara y que los padres se juntaran para accionar en
conjunto. Se quedó sola. Al menos seis chicos habían asegurado ser víctimas del
técnico. El presidente del club, Patricio Mac Allister, hermano de Carlos,
separó a Kruber del equipo. En un audio que difundió El Diario de la Pampa, el
dirigente les dice a los padres: “Estoy en el ambiente del fútbol, y esto pasa
en todos lados. Aunque me duela. Las vi en cinco clubes estas situaciones. Esto
no es un monstruo”. Las versiones sobre Kruber llevan veinte años en La Pampa.
Del Club General Belgrano lo apartaron en 1995 por sospechas de abuso. Lo mismo
ocurrió en 2015 cuando trabajaba en All Boys de Santa Rosa. “Patilla comenzó a
pedirle que quería verlo con slip, porque él usaba bóxer, que se bañara y
cambiara donde él pudiera observar. Bañarse en el club era tan exigente como
entrenar. Tenía locura por ver a los chicos desnudos”, escribió el padre de un
chico de All Boys en una carta que envió a El Diario de La Pampa después de
leer sobre la última denuncia. “Me quiero solidarizar con esta mamá que tuvo el
coraje de denunciarlo”, dijo.
El hijo de Julieta fue sometido a la Cámara
Gesell en los tribunales de Bahía Blanca. La medida dio un resultado positivo.
Se agregaron, además, testimonios de otros padres. Kruber quedó procesado en
una causa caratulada por abuso simple y corrupción de menores, pero continúa en
libertad. Nadie sabe dónde está.
“Todo esto duele, y más cuando la Justicia
no actúa como en nuestro caso, que todo es más lento. Pero hay algo que me dijo
la psicóloga de mi hijo que me hace caer las lágrimas: ‘Tu hijo es el ejemplo
de resiliencia en su máxima expresión’”, cuenta Julieta.
Su hijo está a punto de irse a jugar al
exterior. Pero los fantasmas se mantienen. Y los intentos de callarla. Julieta
dice que entregó a la Justicia audios que recibió de Patricio Mac Allister, en
los que le pide que mantenga silencio, que no difunda la situación. Julieta
todavía batalla para ver preso a Kruber, pero no se queda atrás con el sueño de
su hijo.
“Mi hijo ha hecho de su tragedia un motor
para salir adelante, habló del tema para que a otro no le pase en ningún
ámbito. Mi hijo tiene bien claro que
frente al abuso el niño no es culpable, que el enfermo es el abusador, y pasó
un año y él ya hace tres meses que tiene el alta de su psicóloga”, dice
Julieta.
Se puede hablar y seguir jugando.
***
El entrenador inglés Barry Bennell fue condenado
en febrero pasado a 31 años de cárcel por abusar de 12 chicos entre 1979 y
1991. Dirigía en la academia Crewe Alexandra, ligada al Manchester City.
Bennell ya había sido encontrado culpable en otros 50 casos. “Mi vida se
arruinó hasta los 43 años. ¿Pero cuántos otros hay? Estoy hablando de cientos
de niños a los que Barry Bennell escogió para varios equipos de fútbol y ahora,
como adultos, podrían estar viviendo con ese miedo terrible”, le dijo el exjugador
Andy Woodward, una de las víctimas, al diario The Guardian.
Antes del Mundial 2014, en Brasil ya habían
surgido decenas de casos de chicos futbolistas abusados. En los últimos años,
las denuncias ante la Justicia llegan a un centenar. Pero la Confederación
Brasileña de Fútbol no cumple el acuerdo firmado en el Congreso para adoptar
diez medidas que protejan a los juveniles. “Aquí, a diferencia del caso
argentino, en el que los psicólogos de Independiente denunciaron a los
abusadores, los clubes brasileños sofocan las sospechas y los prejuicios
inhiben las quejas. Recientemente, Rodrigo Caio (jugador del São Paulo) se
convirtió en el hazmerreír por encabezar una campaña contra el abuso sexual”,
tuiteó el periodista Breiller Pires, uno de los que más ha investigado estos
casos.
El fútbol argentino no sólo guardó el caso de
Héctor Bambino Veira, el técnico condenado por intento de violación a un menor
de 13 años, un entrenador luego convertido en personaje de anécdotas. No hay
que irse tan lejos. Hace diez años, la periodista Verónica Brunati contó el
caso de H.S., un juvenil de 15 años que vivía en la pensión de El Porvenir y
que contó cómo el entrenador, identificado como Jorge E., les pegaba con un
cinturón y los obligaba a untarles una crema en distintas partes del cuerpo.
También se encerraba en una habitación con otros chicos, que luego salían
llorando. El presidente de El Porvenir era Enrique Merelas, un hombre de
confianza de Julio Grondona. “Toda la corporación del fútbol dio la espalda
ante más de 20 chicos abusados por un psicópata socio de Merelas. Hasta Luis
Ventura me llamó pidiéndome que frenara la investigación. Amenazas al chico, a
la madre y a mí. El tribunal de Florencio Varela, Minoridad de Lanús, AFA,
todos callaron. Los chicos fueron devueltos a sus casas en Chaco sin que nadie
continuara con la investigación”, escribió Brunati en Facebook.
***
Fue en agosto del año pasado que en Chaco,
en el Juzgado Federal Nº 2 de Resistencia, cayó una denuncia sobre trata con el
fútbol de trasfondo. Son esas noticias que no salen en la tapa de los diarios.
Un grupo de cincuenta chicos del Club Molinos de Puerto Vilelas viajó a Buenos
Aires para probarse en Banfield. Según les dijeron en Molinos, habían quedado
catorce. Tenían que regresar a la provincia para luego hacer el segundo viaje y
ya instalarse en una casa de La Matanza. Un dirigente de Molinos, identificado
como H.B. y un pastor evangelista, al que se lo menciona como A.C.F., les
prometieron un alojamiento con seguridad, cocina, camas y heladeras nuevas.
Todos eran menores de edad. A los padres, les pidieron mil pesos para el
alquiler y la comida. A.C.F. quedó como el responsable del grupo. Pero cuando
llegaron al lugar, vivieron en una casa embarrada y con los cables sueltos,
además de los teléfonos celulares incautados por A.C.F., que dormía con dos
adolescentes, que a su vez debían vigilar al resto. Se iban a la cama temprano
y se levantaban a las seis de la mañana, pero no hacían nada en todo el día,
salvo una vez que decidieron poner baldosas en el piso para dejar de convivir
con la mugre y otra vez en las que salieron a jugar a la pelota en una canchita
de la zona.
Les habían prometido jugar en Banfield,
pero nunca fueron a Banfield. Una noche, después de que un pibe terminó
bajándole los pantalones a otro en broma, A.C.F. le mostró la pija a uno de
ellos en el baño. Y otra vez lo escucharon hablar de alturas. “Tengo a tres de
1,70 y a otro de 1,80”, decía al teléfono. Hombres desconocidos entraban y
salían de la casa. Mientras esperaban la oportunidad en Banfield, A.C.F., que
les contaba su historia de adicto recuperado y de pasado chorro, les hacía
promesas. “Confíen en Dios”, les decía. Ya llegaría el día. Pero el día nunca
llegaba. Una vecina que vio los movimientos de la casa les ofreció llamar a la
policía. Pero fue recién cuando apareció el pariente de uno de los chicos que
pudieron escapar a otra casa, hasta que se volvieron al Chaco y denunciaron lo
que había sucedido.
Sus padres tuvieron que pagar los boletos
para la vuelta. Y ellos cargaron con la culpa por haberlos metido en ese
esfuerzo. La culpa de que el sacrificio hubiera sido en vano. Dieron esa
explicación cuando en la declaración testimonial les preguntaron por qué no se
fueron antes, por qué no dejaron la casa. Tenían la esperanza de que todo se
fuera solucionando, de que pudieran cumplir con la llegada al paraíso, jugar en
un club de Primera. La causa todavía se tramita en el Chaco. Y es uno de
ejemplos ocultos de cómo el deseo de ser futbolista actúa como alimento para
las redes de trata. La idea de que todo vale. O como pensó uno de ellos:
“Messi, Ronaldo, todos pasaron por cosas malas, así que vamos a seguir
intentando”. H.B., el organizador del viaje, sigue entrenando juveniles en el
Chaco.
***
Después de que el Exocet de Independiente
se lanzara sobre el fútbol argentino, se encendieron las alertas en otras
pensiones, sobre todo en las de clubes del sur del conurbano. Se ajustaron
controles y se peinaron las redes sociales de los chicos. A un juvenil de un
club de la zona sur que aún no está en la investigación le detectaron amistad
en Facebook con Martín Bustos, el árbitro detenido. No habían tenido contacto
hasta ese momento, pero lo eliminaron de los contactos. Lo que vieron, como lo
vieron también los investigadores en la maraña de documentos, videos,
pendrives, teléfonos y CD, es que el perfil de Bustos estaba repleto de
futbolistas juveniles.
En un club, en el que piden el anonimato,
cuentan que los chicos utilizan pulseras como las que se usan en los hoteles
all inclusive. Sólo quienes las tengan en la muñeca pueden entrar y salir. Pero
además tienen que registrar adónde van. “Podemos saber lo que hizo un jugador
hace tres años, al menos lo que nos dijo”, explican. Pero siempre hay margen
para el riesgo. “Los padres nos tenían que autorizar las salidas”, se ataja un
dirigente de Independiente.
La pensión del club tuvo un cambio abrupto
después del partido despedida de Gabriel Milito, en octubre de 2015, cuando
decidió destinar lo recaudado al complejo de Villa Domínico. Hasta entonces, la
pensión tenía dos bloques para dieciséis chicos cada uno. Con la llegada de
Hugo Moyano al club, Sergio Kun Agüero se sumó a la donación. Su papá, Leonel
Del Castillo, era vocal de la nueva comisión directiva. Una placa del 6 de
agosto de 2015 marca la reinauguración de la pensión. Es, en realidad, un
reconocimiento al presidente del fútbol amateur, Pablo Moyano. “Por su valioso
aporte y apoyo incondicional”, dice. Pablo manejó también el fútbol amateur en
los tiempos de Julio Comparada como presidente. Se alejó con la llegada de Javier
Cantero. Hasta que su padre ganó las elecciones y volvió al fútbol juvenil. En
el club ya estaba el psicólogo Ariel Ruiz.
Aunque no hay un protocolo del fútbol
escrito para estos casos, Ruíz se ajustó a lo que dice el Código de Ética de la
Federación de Psicólogos de la República Argentina sobre los límites del
secreto profesional. En uno de los incisos, se establece que un psicólogo puede
comunicar la información obtenida “cuando se trate de evitar la comisión de un
delito o prevenir los daños que pudieran derivar del mismo”. O cuando el propio
consultante lo autorice. “En todos los incisos mencionados –aclara– la
información que se comunique debe ser la estrictamente necesaria, procurando
que sea recibida por personas competentes y capaces de preservar la
confidencialidad dentro de límites deseables”.
Ajustándose a esos parámetros, Ruiz dejó
una lección a futuro para los que intentan convertir estos casos en un show de
comidas televisadas. Puede resultar una paradoja, pero Ruiz trabajó en
silencio: preservó a las víctimas y, de esa manera, accionó el mecanismo para
que los gritos se escuchen. Y no solo los gritos de Independiente. Lo demás es
convertir la causa en otro Caso Cóppola, una suelta de aullidos, piñas al aire,
acusaciones mediáticas y circo, mucho circo. En ese ruido puede haber algo de
verdad. Pero el ruido también produce silencio. Esa coppolización, más que allanar
el camino, lo traba. Nos deja envueltos en el humo de la pantalla. Es lo que
menos se necesita a esta hora. Es lo que menos necesitan las víctimas.
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