El cuco chino
El presidente Xi Jinping, con Cristina Fernández. | Télam.
▪ Los argentinos no sabemos casi nada de China. Y lo poco que conocemos está contaminado por la campaña de demonización hecha por los países líderes de Occidente. Esa combinación de desconocimiento y bombardeo (des)informativo deriva en desconfianza sobre los acuerdos del gigante asiático con la Argentina. La comparación entre dos paradigmas.
Adrián Murano
Veintitrés
Las personas tememos a lo desconocido. Y nos aferramos a
prejuicios para justificar ese temor. Por razones geográficas, culturales e
históricas, los argentinos no sabemos casi nada sobre China. Y lo poco que
conocemos está contaminado por la campaña de demonización que los países
líderes de Occidente vienen realizando sobre Oriente desde la Segunda Guerra
Mundial. Esa combinación de natural desconocimiento y bombardeo
(des)informativo derivó en la desconfianza que por estas horas exhiben
políticos, comunicadores y analistas que cuestionan los acuerdos que la
Argentina realiza con el país que a fin de año se convertirá en la primera
potencia del planeta, desplazando a Estados Unidos luego de medio siglo de
hegemonía política, económica y militar.
Es obvio que China no es el paraíso, como ningún país lo
es. En el gigante de Asia conviven méritos, dolencias y contradicciones del
mismo modo que ocurre en los Estados Unidos, un imperio voraz que convirtió sus
necesidades económicas en un arma de destrucción masiva. De hecho, la
comparación entre los dos paradigmas del momento es un buen punto de inicio
para desmalezar los prejuicios que se abaten sobre un país con matices tan
ricos como su billetera. A saber:
-Democracia: en China las autoridades surgen de un complejo
sistema de elecciones directas e indirectas donde conviven ocho partidos
políticos, una Asamblea Popular Nacional y el Comité Central del Partido
Comunista, el verdadero centro de gravedad del poder. A la manera de las
democracias indirectas, el presidente es elegido por asambleístas electos por
representantes distritales que a su vez son escogidos por voto popular. Este
sistema de capas electorales permite que el Partido Comunista retenga la
potestad de nominar a quien surja de sus pujas internas. En Estados Unidos los
presidentes también surgen por la elección indirecta de congresales que, a su
vez, son escogidos en comicios donde participa menos de la mitad de la
población. Las coincidencias programáticas y prácticas de los sucesivos
mandatarios que se alternan en la Casa Blanca evidencian que republicanos y
demócratas actúan como líneas internas del Partido Único del Establishment,
donde confluyen los barones del capital financiero y el complejo
militar-industrial.
-Derechos humanos: las conmovedoras imágenes de
represión y resistencia ocurridas en 1989 en la Plaza Tiananmen esparció en
Occidente la idea de un régimen dictatorial y despótico que suprime la
disidencia con tanques de combate. Por cierto, aquella represión existió, y aún
existe un estricto sistema de control social que incluye la limitación de las
manifestaciones, presos políticos, persecución a disidentes y un férreo
espionaje interno. La enumeración de violaciones a los derechos humanos no es
muy distinta de la que se le puede adjudicar a Estados Unidos, que desde el
ataque a las Torres Gemelas restringió derechos civiles, incrementó la censura,
practicó violentas represiones internas y externas, y sostuvo su programa de
cárceles extraterritoriales –como Guantánamo–, donde los presos no tienen
derecho a defensa ni a juicio, y se suceden las denuncias de tortura. En ambos
países, además, las minorías suelen ser tratadas como ciudadanos de segunda.
-Empleo: la precarización laboral y los bajos costos en
la mano de obra fueron un imán para las multinacionales de Occidente que se
instalaron en China para hacer lo que mejor hacen: multiplicar sus ingresos con
dumping laboral. Esa realidad, sin embargo, fue mutando a medida que los chinos
incorporaron tecnología y conciencia. Con la primera, las empresas nacionales
se atrevieron a competir en el mundo sin la intermediación de las
transnacionales. Con la segunda surgieron las largas huelgas fabriles con las
que se obtuvieron derechos y una mejor retribución. De todos modos, la ecuación
sigue siendo favorable para las multinacionales: gracias a que el Estado
garantiza el acceso a la salud, el transporte, los servicios y la educación, en
China, una familia accede a la “clase media” con un ingreso anual de 3.000 dólares, un monto 5 veces menor a lo que un estadounidense necesita como
salario mínimo para vivir. Ese subsidio al empleo es una ventaja competitiva
imposible de imitar para las naciones que se rigen por las reglas del mercado.
Y menos en países como Estados Unidos, donde se privilegia la renta por encima
de la mentada “responsabilidad social empresaria”.
La comparación podría extenderse a otros rubros, pero en
todos el resultado sería similar: en términos políticos y sociales, China no es
peor que el país que lleva más de medio siglo gobernando sobre buena parte del
planeta. Y sus primeros pasos como líder global indican que podría hacerlo
mejor. Más de 800 millones de personas que sufren hambre en el mundo necesitan
que así sea.
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