Clarín y La Nación, según Forster
■ El filósofo compara los dos diarios argentinos más influyentes. El de los Mitre, con su identidad político-ideológica, que va desde la exaltación de la república oligárquica hasta el apoyo a los golpes de Estado. El de la viuda de Noble, menos ideologizado, exponente del sentido común argentino, que sabe cómo camuflarse y utilizar los recursos simbólicos del campo popular. Son dos máquinas que actúan hoy entrelazadas. Esa alquimia tiene un nombre... Se reproducen aquí solo algunos párrafos de la extensa nota publicada en la revista Veintitrés.
Por Ricardo Forster
Veintitrés
Los editoriales de La Nación suelen ser piezas antológicas, retratos fieles de una manera de ver el mundo y de constituirse en articuladores de un pensamiento de derecha. Sus intervenciones cotidianas recorren casi todos los puntos principales de la vida nacional y lo hacen sin eludir posicionamientos directos y sin utilizar la práctica del eufemismo o del ocultamiento travistiéndose, como suele hacer su socio y alter ego –Clarín– en el interior de retóricas y de ropajes que apelan a su condición de “nacional y popular” cuando no expresan otra cosa que sus propios intereses asociados, en general, con el de las grandes corporaciones y el capital transnacional. Nada de eso. La Nación no necesita sobreactuar ni maquillarse a la hora de hacerse cargo de su historia. Ella está ahí asumiendo, desde su origen decimonónico, la esencia de su identidad político-ideológica que lo ha llevado desde la exaltación de la “república oligárquica” al apoyo franco y decidido de cuanto golpe de Estado asoló estas geografías siempre en nombre de la defensa “de las libertades públicas y de la virtud republicana amenazada por las diversas expresiones del populismo y la subversión”.
...
La Nación ha sido, y lo sigue siendo sin desmayos, el ámbito más refinado, cuando de medios se trata, que la derecha argentina ha encontrado para reproducir “opinión pública” en la perspectiva de la matriz ideológica indispensable que necesita el poder para sostener su dominación. Clarín, menos “ideologizado”, se ha ocupado de otro núcleo fundamental de la vida social: “el sentido común”, ese ámbito en el que se reproducen las formas de la conciencia y se definen los prejuicios que le dan forma a una sociedad. La Nación es “tribuna de doctrina”, máquina-ideológica que nunca ha eludido poner en evidencia su genealogía liberal-conservadora (a veces más liberal, bajo la forma del laicismo positivista de una parte de la generación del 80 y de la impronta de su fundador –Bartolomé Mitre– y, últimamente, más conservadora católica bajo la influencia del Opus Dei, sin que entre ambas haya habido jamás contradicción ni diferencia a la hora de posicionarse contra los intentos de ampliar la democracia y la distribución de la riqueza. Ante la defensa cerrada del golpismo y de sus metamorfosis ambas tendencias se han correspondido sin solución de continuidad siempre bajo la lógica de la defensa de los “intereses de la república”. La Nación ha sabido expresar, sin fisuras, la trágica asociación que se dio, a lo largo de nuestra historia, entre liberalismo, república oligárquica –hasta 1916– y complicidad golpista –con sus matices– desde el 30 en adelante. Nunca dejó de ahorrar diatribas contra los intentos democráticos populares por revertir el sesgo de la dominación). Lo que también puso de manifiesto la historia del liberalismo en nuestro país ha sido la reducción del concepto de “libertad” a su dimensión patrimonialista, siendo La Nación su defensor a ultranza (...) Con prolijidad, los ideólogos de la derecha se han dedicado a establecer un vínculo indisoluble entre liberalismo y democracia contraponiéndolo al establecido entre demagogia populista y autoritarismo. La tarea de un pensamiento crítico y emancipador es la de romper ese ilusionismo y esa falsa genealogía sin dejar en el costado una categoría tan cara a la vida social como lo es la libertad. Dejársela a la derecha y a sus órganos mediáticos constituye un grave error.
Clarín, más autorreferencial a la hora de defender sus intereses, ha funcionado de una manera más cruda y elemental moviéndose en una zona de ambigüedades y penumbras que le ha permitido, a lo largo del tiempo, ofrecerse como el más genuino exponente de ese “sentido común” argentino siempre capaz de borrar las huellas de sus complicidades y de sus responsabilidades mostrándose, bajo la máscara de la pureza y la ingenuidad, como el reservorio de un cierto “ser nacional” que ha sabido perdurar en el tiempo eludiendo las calificaciones ideológicas (la única que le cupo durante sus primeras décadas era aquella de “desarrollista” mientras estuvo bajo la influencia de Rogelio Frigerio). Hace tiempo que Magnetto y sus socios se han desprendido de esas extravagancias anacrónicas para elegir el camino del más absoluto pragmatismo a la hora de sostener y defender sus intereses corporativos. De todos modos, la estrategia del diario fundado por Roberto Noble ha sido confundir su historia y sus objetivos con los del sentir arquetípico del argentino medio. Por eso resulta más fácil describir la matriz ideológica que subyace a la empresa de los Mitre, arraigada profunda y decisivamente en los sectores tradicionalistas y reaccionarios y fiel reflejo de las clases altas, que las laberínticas piruetas de Clarín capaces de camuflarse y de utilizar los recursos simbólicos del campo popular.
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La Nación, bajo la forma de la falsedad de un seudovirtuosismo republicano, quiso seguir funcionando como el custodio ideológico-cultural de una clase social cada vez menos refinada y cada vez más salvaje en sus aspiraciones rentabilísticas. Una nostalgia apolillada por aquella generación del 80, todavía preocupada por echar las bases de un país endeble e inestable y por destacar sus merecimientos civilizatorios, que lo lleva, al diario del viejo Mitre, a propinarnos editoriales inundados de un republicanismo lacrimógeno y, claro, profundamente viciado y mentiroso. Un republicanismo que no va más allá de la defensa de los intereses de las corporaciones económicas y que desearía también extenderse a la reivindicación y el salvataje de los golpistas de antaño. Cada vez que se le presenta la ocasión regresa sobre la “injusticia” que pesa sobre Videla y sus secuaces (claro que lo hace bajo el “desvío” de la historia completa y de la reconciliación de la que tanto suele hablar la Iglesia Católica). Pero también un seudorrepublicanismo que no duda en ponerse del lado de los fondos buitre y de un ignominioso fallo de un juez neoyorquino a la hora de mostrar qué intereses defiende. Para sus editorialistas lo que siempre debe prevalecer es, incluso contra los intereses nacionales, el sacrosanto derecho de propiedad.
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Clarín intentó, durante décadas, sustraerse a esa identificación inmediata y elocuente allí, incluso, cuando en sociedad con La Nación se quedó con “la libertad de expresión” al recibir, con inmenso beneplácito, el “regalo” que la dictadura videlista les hizo cuando le arrancó Papel Prensa a la familia Graiver y se la entregó graciosamente a Bartolomé Mitre y a Ernestina Herrera de Noble. Hoy, cuando tantas cosas están en disputa y tantas otras han quedado expuestas a la luz pública, las dos máquinas-mediáticas funcionan entrelazadamente, como también lo hicieron en esos años de horror y muerte que cayeron bajo el eufemismo de “los años de plomo” como los bautizó metafóricamente Joaquín Morales Solá –columnista editorialista de Clarín durante la dictadura– y, ahora, columnista estrella de La Nación y, como para no perder las viejas lealtades, periodista con programa propio en TN –y auspiciado por anunciadores de aquellos a los que, como nos enseñó Bernardo Neustadt, decano del periodismo independiente, “les interesa el país”–. Su nombre representa, sin dudas, la profunda alquimia de estos dos medios que han sabido disciplinar la vida política argentina hasta el día que se encontraron con un extraño matrimonio venido del sur patagónico que, para sorpresa de los dueños del poder, comenzaron a cuestionar las hegemonías tradicionales y a romper el abrazo de oso de la corporación mediática.
Los socios: medios y política. Artículo completo.
Por Ricardo Forster
Veintitrés
Los editoriales de La Nación suelen ser piezas antológicas, retratos fieles de una manera de ver el mundo y de constituirse en articuladores de un pensamiento de derecha. Sus intervenciones cotidianas recorren casi todos los puntos principales de la vida nacional y lo hacen sin eludir posicionamientos directos y sin utilizar la práctica del eufemismo o del ocultamiento travistiéndose, como suele hacer su socio y alter ego –Clarín– en el interior de retóricas y de ropajes que apelan a su condición de “nacional y popular” cuando no expresan otra cosa que sus propios intereses asociados, en general, con el de las grandes corporaciones y el capital transnacional. Nada de eso. La Nación no necesita sobreactuar ni maquillarse a la hora de hacerse cargo de su historia. Ella está ahí asumiendo, desde su origen decimonónico, la esencia de su identidad político-ideológica que lo ha llevado desde la exaltación de la “república oligárquica” al apoyo franco y decidido de cuanto golpe de Estado asoló estas geografías siempre en nombre de la defensa “de las libertades públicas y de la virtud republicana amenazada por las diversas expresiones del populismo y la subversión”.
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La Nación ha sido, y lo sigue siendo sin desmayos, el ámbito más refinado, cuando de medios se trata, que la derecha argentina ha encontrado para reproducir “opinión pública” en la perspectiva de la matriz ideológica indispensable que necesita el poder para sostener su dominación. Clarín, menos “ideologizado”, se ha ocupado de otro núcleo fundamental de la vida social: “el sentido común”, ese ámbito en el que se reproducen las formas de la conciencia y se definen los prejuicios que le dan forma a una sociedad. La Nación es “tribuna de doctrina”, máquina-ideológica que nunca ha eludido poner en evidencia su genealogía liberal-conservadora (a veces más liberal, bajo la forma del laicismo positivista de una parte de la generación del 80 y de la impronta de su fundador –Bartolomé Mitre– y, últimamente, más conservadora católica bajo la influencia del Opus Dei, sin que entre ambas haya habido jamás contradicción ni diferencia a la hora de posicionarse contra los intentos de ampliar la democracia y la distribución de la riqueza. Ante la defensa cerrada del golpismo y de sus metamorfosis ambas tendencias se han correspondido sin solución de continuidad siempre bajo la lógica de la defensa de los “intereses de la república”. La Nación ha sabido expresar, sin fisuras, la trágica asociación que se dio, a lo largo de nuestra historia, entre liberalismo, república oligárquica –hasta 1916– y complicidad golpista –con sus matices– desde el 30 en adelante. Nunca dejó de ahorrar diatribas contra los intentos democráticos populares por revertir el sesgo de la dominación). Lo que también puso de manifiesto la historia del liberalismo en nuestro país ha sido la reducción del concepto de “libertad” a su dimensión patrimonialista, siendo La Nación su defensor a ultranza (...) Con prolijidad, los ideólogos de la derecha se han dedicado a establecer un vínculo indisoluble entre liberalismo y democracia contraponiéndolo al establecido entre demagogia populista y autoritarismo. La tarea de un pensamiento crítico y emancipador es la de romper ese ilusionismo y esa falsa genealogía sin dejar en el costado una categoría tan cara a la vida social como lo es la libertad. Dejársela a la derecha y a sus órganos mediáticos constituye un grave error.
Clarín, más autorreferencial a la hora de defender sus intereses, ha funcionado de una manera más cruda y elemental moviéndose en una zona de ambigüedades y penumbras que le ha permitido, a lo largo del tiempo, ofrecerse como el más genuino exponente de ese “sentido común” argentino siempre capaz de borrar las huellas de sus complicidades y de sus responsabilidades mostrándose, bajo la máscara de la pureza y la ingenuidad, como el reservorio de un cierto “ser nacional” que ha sabido perdurar en el tiempo eludiendo las calificaciones ideológicas (la única que le cupo durante sus primeras décadas era aquella de “desarrollista” mientras estuvo bajo la influencia de Rogelio Frigerio). Hace tiempo que Magnetto y sus socios se han desprendido de esas extravagancias anacrónicas para elegir el camino del más absoluto pragmatismo a la hora de sostener y defender sus intereses corporativos. De todos modos, la estrategia del diario fundado por Roberto Noble ha sido confundir su historia y sus objetivos con los del sentir arquetípico del argentino medio. Por eso resulta más fácil describir la matriz ideológica que subyace a la empresa de los Mitre, arraigada profunda y decisivamente en los sectores tradicionalistas y reaccionarios y fiel reflejo de las clases altas, que las laberínticas piruetas de Clarín capaces de camuflarse y de utilizar los recursos simbólicos del campo popular.
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La Nación, bajo la forma de la falsedad de un seudovirtuosismo republicano, quiso seguir funcionando como el custodio ideológico-cultural de una clase social cada vez menos refinada y cada vez más salvaje en sus aspiraciones rentabilísticas. Una nostalgia apolillada por aquella generación del 80, todavía preocupada por echar las bases de un país endeble e inestable y por destacar sus merecimientos civilizatorios, que lo lleva, al diario del viejo Mitre, a propinarnos editoriales inundados de un republicanismo lacrimógeno y, claro, profundamente viciado y mentiroso. Un republicanismo que no va más allá de la defensa de los intereses de las corporaciones económicas y que desearía también extenderse a la reivindicación y el salvataje de los golpistas de antaño. Cada vez que se le presenta la ocasión regresa sobre la “injusticia” que pesa sobre Videla y sus secuaces (claro que lo hace bajo el “desvío” de la historia completa y de la reconciliación de la que tanto suele hablar la Iglesia Católica). Pero también un seudorrepublicanismo que no duda en ponerse del lado de los fondos buitre y de un ignominioso fallo de un juez neoyorquino a la hora de mostrar qué intereses defiende. Para sus editorialistas lo que siempre debe prevalecer es, incluso contra los intereses nacionales, el sacrosanto derecho de propiedad.
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Clarín intentó, durante décadas, sustraerse a esa identificación inmediata y elocuente allí, incluso, cuando en sociedad con La Nación se quedó con “la libertad de expresión” al recibir, con inmenso beneplácito, el “regalo” que la dictadura videlista les hizo cuando le arrancó Papel Prensa a la familia Graiver y se la entregó graciosamente a Bartolomé Mitre y a Ernestina Herrera de Noble. Hoy, cuando tantas cosas están en disputa y tantas otras han quedado expuestas a la luz pública, las dos máquinas-mediáticas funcionan entrelazadamente, como también lo hicieron en esos años de horror y muerte que cayeron bajo el eufemismo de “los años de plomo” como los bautizó metafóricamente Joaquín Morales Solá –columnista editorialista de Clarín durante la dictadura– y, ahora, columnista estrella de La Nación y, como para no perder las viejas lealtades, periodista con programa propio en TN –y auspiciado por anunciadores de aquellos a los que, como nos enseñó Bernardo Neustadt, decano del periodismo independiente, “les interesa el país”–. Su nombre representa, sin dudas, la profunda alquimia de estos dos medios que han sabido disciplinar la vida política argentina hasta el día que se encontraron con un extraño matrimonio venido del sur patagónico que, para sorpresa de los dueños del poder, comenzaron a cuestionar las hegemonías tradicionales y a romper el abrazo de oso de la corporación mediática.
Los socios: medios y política. Artículo completo.
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