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El Pelafustán

30.1.12

Un baile sin chamamé en Corrientes

Carandirú, la cárcel brasileña símbolo del infierno.

Fue el sábado 14 de enero, en la Unidad Penal 1, de la capital correntina. Penitenciarios y grupos especiales de la policía perpetraron, según entienden algunos, la más feroz represión de la historia carcelaria provincial. El gobierno del radical Ricardo Colombi y una jueza, en la mira. 

Miradas al Sur. Luque no pudo llorar a su viejo ninguna de las dos veces que lo velaron. La primera sepultura se la dio la mujer con quien estaba manteniendo un amorío. Unas horas después fue el turno de sus deudos legítimos: cuando se enteraron de la noticia, su madre y su hermana pidieron exhumar el cadáver para tener la exclusividad de cremarlo. Pero no fue sino tres días después, tras el papeleo fúnebre y los entierros y desentierros que Luque, quien cumplía una condena por robo en la Unidad Penal 1 de Corrientes, supo que su padre había muerto. Pidió permiso para hacer un rato de duelo junto a su familia, pero la jueza de turno Laura Varela se lo negó con un tecnicismo: la letra de la ley sólo obliga a concederlo para asistir al funeral o al entierro. Luque retiró discretamente de la celda su colchón, caminó hasta los barrotes cercanos que cierran el pabellón, frente a la celaduría de la peor de las seis cárceles correntinas, y lo prendió fuego. La reacción de los penitenciarios, un castigo impiadoso, encendió la ira de los internos. “Sabemos que pegan, pero por lo menos que no lo hagan adelante nuestro”, es el lema de los reos. Respondieron con cascotes contra los guardias, desatando la represión más feroz de la historia carcelaria de Corrientes.
“El primer señor que salió tenía la cabeza partida, te lo juro por mis dos hijos: un señor mayor con la cabeza partida a la mitad.” Apostada desde las siete de la tarde de aquél sábado 14 de enero frente a la cárcel, con su marido del lado de adentro, Ester vio desatarse la cacería; lo que pasaba a su alrededor lo había visto sólo en la televisión. “Era como el recuerdo de una guerra. Los heridos salían tan mal que no se los reconocía, y no te dejaban acercarte. Como yo le explicaba a uno de esos hombres: yo no quiero llevarle a ningún lado, quiero verle, saber si es mi marido. No pido otra cosa”, le cuenta a Miradas al Sur. En el pico represivo, Ester contó por reloj una hora y media ininterrumpida de disparos. Detonaciones que para ella, como para otras mujeres que montaron la vigilia, también eran de balas de plomo (algunos presos mencionan en sus declaraciones casquillos de calibre 22). “Yo vi cómo sacaban a un muchacho de no más de 25 años con un agujero en el pecho. ¿Vos sabés lo que es presenciar eso?”, se pregunta Ester, angustiada.
Miriam –ambos nombres han sido cambiados para preservar a sus parientes presos– también identificó el rumor del plomo. Vive a pocas cuadras del puente Corrientes-Chaco, donde se levanta el presidio, una construcción centenaria, de fortín, que originalmente tenía 8 pabellones y capacidad para 80 personas, y ahora tiene 11 pabellones, algunos anexos, y una población de 450 presos. El ulular de tanta sirena la convocó con un mal presentimiento. En diálogo telefónico con este diario, confirmó con tres palabras que no se equivocaba: “Entraron a matar”.
Miriam vio cómo se desplegaban las fuerzas represivas. A los guardias penitenciarios se sumaron unos doscientos hombres de dos grupos especiales. El Etop (Equipo Táctico de Operaciones Penitenciarias), que registra desde su creación denuncias por torturas y agresión. Entran vestidos de negro, bien pertrechados, casi siempre con máscaras. Y el PAR (Policía de Alto Riesgo), la división antimotines de la policía de Corrientes.
Los policías, que no conocen las instalaciones, tiraron gases a través de las rejas a pabellones sin salida. En la desesperación, los presos rompieron paredes para escapar de la asfixia. “Por eso, el PAR rompe los candados, porque estaban encerrados, y los va sacando de a uno, atontados, y ahí es cuando con esta crueldad y violencia los apalean ferozmente, inmovilizados contra el piso vino esa descarga de balas de goma a menos de un metro”, cuenta Hilda Presman, integrante de la Red Provincial por los DD.HH. que trabaja hace muchos años con los presos. Cuando se acabaron las municiones, policías y carceleros apelaron a las facas. Los cortes, en codos y tobillos, prácticamente descartan la célebre teoría de una pelea entre presos. Fue la policía –cree Presman– la que incorporó a la faena un elemento novedoso: las picanas de mano que se utilizan para arrear el ganado.
Durante toda la madrugada, 10 o 15 internos fueron retirados en ambulancias, con heridas graves. Uno de ellos perdió un ojo. Al último se lo llevaron con el sol del domingo, con convulsiones y el tabique quebrado. El martirio siguió en el área de Sanidad del penal: los reos denunciaron que los propios enfermeros les pegaban en las heridas.
“Nosotros estimamos que alrededor de 100 personas están heridas. Con los antecedentes de la primera tanda, pasaron por Sanidad alrededor de 50. Otros ni se acercaron a la enfermería, por eso el control de médicos externos sigue siendo prioritario”, agrega Presman.

La regla
La violencia intramuros no es una rareza. Las muertes y los suicidios extraños alcanzan números escandalosos. La violencia de los carceleros en penales bonaerenses y mendocinos ha merecido sentencias condenatorias al país de organismos internacionales, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh). Entre enero de 2009 y marzo de 2011, la Procuración Penitenciaria contabilizó 90 muertes en cárceles federales, y sólo de enero a agosto de 2011, documentó 351 casos de torturas y malos tratos.
Pero la masividad y la saña de la represión en Corrientes, donde hay apenas más de mil reos, tiene su correlato más evidente en las requisas de la dictadura. “Cuando actúan los grupos especiales, la violencia tiene estas características. Pero son hechos focalizados, sobre un pabellón o un preso. Esta vez fue masivo y cruel”, relata Presman.
En un mes de vacaciones, el operativo fue conducido o presenciado por todos los vices. El gobernador correntino, Ricardo Colombi, y el comisario retirado que dirige el Servicio Penitenciario, Miguel Ángel Domínguez, estaban de licencia. Tampoco estaban en funciones el director del Penal, Roque Romero, ni el ministro de Gobierno Gustavo Valdés. Sí estuvieron el vicegobernador Pedro Braillard Poccard, de 10 a 11 de la noche, y toda la sesión, siguiendo la paliza muy de cerca, el subsecretario de Gobierno Luis Bravo, quien consideró que el episodio estuvo “tendenciosamente manejado, con la intención de jaquear el gobierno”, y acusó a Presman de “fogonear desde afuera” el amotinamiento. Bravo sólo fue quitado de su rol de intermediario con los presos y el subdirector de la Unidad, Gustavo López, presuntamente removido, aunque “no tenemos garantía de que sea desplazamiento efectivo”, dice Presman.
Las denuncias de los presos fueron desestimadas en cuestión de horas por la jueza Varela. Adujo cuestiones de forma, pero el abogado de la Red Provincial por los DD.HH. no pudo tomar contacto con los presos. Y las denuncias de los familiares tienen un rumbo incierto.
Si el relato de los presos no alcanzara, si el recuerdo intacto de los familiares no fuera suficiente, quedan las fotos que acompañan esta nota y el expediente judicial. Una espalda cruzada por más de diez machetazos, como trazada al azar por un nene con acuarela roja; un torso tatuado con una herida en cruz que semeja latigazos; un tajo hondo y ensangrentado, de faca, debajo de una tetilla; una nariz, un pómulo y una frente moradas; un ojo en compota, a punto de explotar. Souvenirs macabros de un verdadero safari humano.

Muerte dudosa
David Dubra fue sacado de la cárcel los primeros días de enero, y paseado cinco días sin saber donde estuvo. Al día siguiente al que lo devolvieron, se ahorcó. Fue en la Unidad 6 de máxima seguridad de Rawson, a 1.500 kilómetros de su casa. El caso es confuso. Un tiempo antes, David había descripto en un valioso alegato “la indiferencia y el abandono” del encierro, condiciones que se replican en casi todo el país. Fue su último correo electrónico, al que accedió Miradas al Sur: “Aquí el modelo de rehabilitación que se aplica son los palos, los engomes (encerrados en una celda) y ante tantas injusticias que uno tiene que bancar siempre va a haber quien reaccione mal, y es ahí adonde aprovechan (…). A tomar la excusa para dejar a los otros 29 presos encerrados en su celda por 3, 4 ó 10 días; privado de comunicación telefónica, defecando en bolsas y orinando en botellas. Con suerte te bañas 1 vez cada 2 ó 3 días (…) Desde que vine pedí atención psicológica y aún estoy esperando”. David enfatizaba la indefensión. “No existe un organismo que regule estas atrocidades y nos proteja. Procuración Penitenciaria apenas hace lo que puede y están saturados de casos. Las defensorías oficiales directamente no existen”, y se preguntaba: “¿Quién nos protege?”. Al final de su mensaje, cuyos fragmentos publica este diario, David hablaba de una utopía que ya no será posible. “No sé si hay muchos que estén aquí interesados que esto cambie para mejor. Pero yo soy uno, y estoy seguro de que debe haber muchos más. Sólo hay que despertarlos”.

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