La guerra química
▪ El fútbol argentino está perdido y cuenta para ello con la inestimable colaboración de hinchas, técnicos, árbitros, dirigentes y periodistas, como Niembro, a quien cualquier tribunal de ética le debió haber sacado la matrícula hace años. Pablo Alabarces escupe bronca y sarcasmo al analizar el bochornoso superclásico del jueves, suspendido tras el ataque con gas pimienta a jugadores de River.
Pablo Alabarces | ANFIBIA
“Tres o cuatro inadaptados”, dijo uno de los relatores
durante la transmisión de Fútbol para todos.
“La multitud está en otra cosa”, aclaró. Mientras, Fernando Niembro amenazaba,
con alguna ligereza, por Fox: “Para
tomar una decisión, hay que pensar en que hay 40.000 personas enardecidas”. Al
mismo tiempo, decenas de interesados (entre ellos, el presidente de River)
entraban a la cancha para presionar al árbitro. El director técnico de Boca, exjugador
desde hace poco, discutía con vehemencia con todo el que se le cruzaba (eran
muchos) para defender la necesidad de seguir el partido. Ninguno de los
jugadores de Boca intentaba solidarizarse con sus compañeros de trabajo, unos
que ayer tenían colores rojo y blanco, y ponerse de su lado. A nadie se le
ocurrió que lo mejor que podía pasar –lo único que nos hubiera devuelto
momentáneamente la fe en el género humano y en el fóbal argentino– era que los
de azul-amarillo tomaran cada uno del hombro a un roji-blanco y se fueran juntos
al vestuario.
Lo único que nos serviría de consuelo, fue lo único que
no ocurrió. (Posiblemente, algunos estaban aún enojados por las patadas vergonzosas
que pegaron los de rojiblanco una semana antes a esos mismos compañeros de
trabajo a los que, entonces, no podían reclamarles solidaridad corporativa.
Siete días antes les habían pegado como si fueran los peores enemigos).
“Tres o cuatro inadaptados”. Los mismos, o quizás otros,
que entraron un drone a la cancha para que paseara una especie de remedo de
fantasma por el estadio. Un humor desopilante, y a la vez una capacidad
logística envidiable. Un drone: a mí me ha costado entrar a una cancha con un
encendedor bic, pero ellos entraron un drone.
Tres o cuatro inadaptados. Mientras 40.000 personas, ante
lo inconmensurable de la situación, cantaban adaptadamente el consabido “sos
cagón”, luego del invalorable “River no se va”.
Entre otros desaguisados de los comentarios de Niembro
–cualquier tribunal de ética periodística le hubiera sacado la matrícula hace
años–, apareció el siguiente dictamen, que parafraseo: la culpa es de la
seguridad, que no vigila como corresponde. Y luego continuó: “Me dicen que el
tipo que está metiendo el gas en la manga [ante la aparición de las imágenes
que identificaban a un posible responsable al que no se le veía la cara] tenía
la entrada prohibida en el estadio hasta hace 40 días”. Moraleja: la culpa es
del Estado, que no vigila como corresponde. O de la fuente de Niembro, que se
las sabe todas pero no dice nada en voz alta.
Como tampoco dijo –al igual que el comentarista de Fútbol para todos, creo que fue Fabbri– que
el “responsable” del uso de armas químicas lo hizo ante la aquiescencia de unas
seis mil o siete mil personas que lo miraban con atención y delectación: “Uy,
mirá qué bueno lo que le está haciendo ese tipo a las gallinas putas”.
Y bien, nada hay para sorprenderse y nada nuevo hay que
explicar. El fútbol argentino está perdido: y cuenta para ello con la
inestimable colaboración de hinchas –“barras”, “no barras”, “auténticos”,
“comunes”, de esos y de los otros–, jugadores, técnicos, árbitros, directivos,
periodistas deportivos, policías, el Estado nacional y hasta el tipo que vende
la coca. Ya no queda el argumento de que “están esperando que se muera
alguien”, después de casi trescientos muertos.
Lo que nos falta es un poco de concentración y eficacia:
como los muertos se diseminan a lo largo de los años y a lo ancho de los
estadios, adeudamos los treinta y cuatro de Heysel o los noventa y ocho de
Hillsborough, todos de golpe, los cuerpos en fila. Después de Heysel, la UEFA
suspendió a los clubes ingleses de todas las competencias europeas. Después de
Hillsborough, los británicos tuvieron que reformar todos los estadios, las
legislaciones, las políticas.
(Cuidado con esa cita, Alabarces: no va a faltar mañana
el pelotudo de turno que diga “hay que hacer como los ingleses” o que diga que
la cosa pasa por “sacar a los negros de la cancha”. Me dicen que en Twitter ya
se escribió eso. Pero no: lo que reclamo es que hay que parar el fútbol y
suspender la participación argentina en toda competencia internacional por dos
o tres años).
Lo bueno es que esta vez fue en un Boca-River mirado por
algunos millones de espectadores. Si todo esto pasaba en un Newell’s-Central –y
no digo un Defensores-Excursionistas–, Anfibia no me pedía esta nota. Les digo
más: hace pocos meses, después del clásico rosarino, mataron dos hinchas por
las calles. Al fútbol, a los hinchas y al periodismo argentino, perdonen la
franqueza, les chupó soberanamente un huevo.
Si el Estado argentino –cómplice y responsable,
responsable y cómplice– no para el fútbol en esta semana, propongo al menos
algunas regulaciones sencillas para reducir daños, a saber:
1. Armas químicas, solo una vez por mes.
2. Misiles, sólo de disparo manual con carga al hombro:
se prohíben los teledirigidos.
3. Los jugadores pueden entrar armados, pero sólo uno de
los once, de los que no se sabrá el nombre. O mejor: se sorteará antes del
partido. Y puede ser arma de puño, no fusiles de asalto.
4. Los hinchas pueden matar sólo un hincha adversario más
que los muertos propios. No se permite, para llevar la suma, acreditar los
muertos por las internas. Esos no se cuentan.
5. Los periodistas podrán pronunciar la palabra
“inadaptados” una vez por semana; “animales”, dos; “bestias salvajes”, una al
mes; “escoria”, dos al año.
6. Se prohibirá la entrada de Niembro a todos los
estadios sudamericanos. Esto no tiene nada que ver con todo lo anterior, pero
alguien tiene que decirlo.
Si a alguien se le ocurre algo mejor, avise. Yo había
tenido algunas ideas, con varios otros y otras colegas, pero nadie nos llevó el
apunte, así que prefiero abandonar toda esperanza: “Lasciate ogni speranza, voi
ch’entrate al calcio”.*
Ya sé que lo mínimo admisible es la pérdida del partido
para Boca, la clausura del estadio por cinco años, el juzgamiento de todos los
responsables del club por complicidad evidente y televisada. Pero permítanme
una última provocación, para que el resto de los hinchas acepte que esta vez
les toca a los de Boca pero podría ser cualquiera, que va a ser mañana o
pasado. Mi fe en el fóbal y en el género humano retornaría si mañana los
dirigentes de River y Boca, juntos y a la vez, acompañados por ese ser que
finge de presidente de la AFA y de cuyo nombre no quiero acordarme, pidieran a
la Conmebol que todos los equipos argentinos quedaran fuera de la Copa. Y que
los hinchas de River, Boca y Racing estuvieran todos de acuerdo, se miraran
fraternalmente a los ojos, se digan mutuamente “así no va más” y fueran a tomar
la AFA para que se vayan todos/que no quede/ni uno solo.
* “Abandonen toda esperanza, ustedes que entran al fútbol”. Alabarces parafrasea los dichos que, en el tercer canto de
la Divina comedia, Dante ve escritos en la puerta que da entrada al Infierno (“Abandonad toda esperanza, vosotros
que entráis aquí”).
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